Por Washington Abdala
Ahora todos admiran a los países asiáticos. Los chinos empiezan a ser referencia para mucho analista de cómo se pueden resolver la pandemia. Inclusive, los países asiáticos empiezan a ser mirados como referencia.
La realidad es que convendría decir las cosas como son y no caer en los lugares comunes que no facilitan una interpretación real de lo que está aconteciendo. Los problemas complejos no tienen respuestas simples, y si así lo creen algunos, sencillamente no entienden lo que está pasando y nos faltan a la verdad.
China, además de ser una autocracia, es efectivamente un régimen totalitario “in totum” en el que calle tras calle hay métodos para saber quién es quién y qué movimientos hace. El régimen tiene controlado todo y cuando tiene que desplegar su máximo poder los enlaces humanos que posee, operan y lo hacen con toda la autoridad que una dictadura tiene cuando, además, es radical.
En esto –no en todo- tiene razón Byung Chul Han cuando plantea que la informática oriental es orwelliana y todo lo controla. En consecuencia en este punto, la pérdida de libertad es el precio –involuntario– que pagan los ciudadanos orientales para que el sistema todo lo controle, todo lo sepa, donde millones de cámaras estén operativas y donde se sepa la vida de todos y en base a eso se desplieguen políticas “sanitarias”.
Se equivoca Byung Chul Han al creer que el confucionismo es la matriz que mueve el pensamiento filosófico chino. No es cierto, es el temor y las represalias los que mueven a la gente a comportarse sumisamente como se comporta. Es mucho más foucaultiano el punto de vista que confuciano. Confucio en realidad enseñó templanza y moderación, todo lo que hoy no está presente en China.
Una de las claves para entender lo que está sucediendo con la pandemia es aceptar que los expertos no siempre dicen de forma asertiva lo que sucede. ¿Cuál es el experto al que todos tenemos que seguir y cuál es la “voz” en la materia? Miren los documentos que la propia OMS elabora (videos y explicaciones) y advertirán que en no pocos momentos no se tiene respuestas claras a asuntos básicos que todos necesitaríamos saber. (La narrativa del 80%, del 15% y del cinco en riesgo total es casi un lugar común. Ya todos sabemos que es mucho más complejo el asunto y que tiene cortes que aún nos resultan inexplicables).
Ejemplos: no se sabe la velocidad de transmisión del virus, no se sabe a cuántos individuos contagia una persona (el R0), no está claro si la carga viral tiene una incidencia según quien la posea, aún no se sabe la propia mutación del virus, no está claro cómo y cuánto permanece en las superficies físicas (he escuchado desde horas hasta días). Tengo claro que una vez planteadas estas cuestiones habrá científicos de una biblioteca y de otra que procurarán dictarnos cátedra, pero, con franqueza, no es absoluto el asunto y no he dedicado poco tiempo a encontrar respuestas concretas.
Y eso es lo que introduce el miedo. El miedo es hijo de la ignorancia y de lo desconocido. La ignorancia acá es elevada y lo desconocido gigante.
Le comento a gobernantes, especialistas y periodistas que se pueden mirar casos de distintos países y se obtendrán respuestas interesantes (no sé si concluyentes). Observe el lector Taiwán, Austria e Israel. Está claro que son poblaciones con perfiles históricos que tienen poco en común. Austria tiene más de 8 millones de personas, Israel casi 9 millones y Taiwán 23 millones. En Austria hay 3244 contagiados, en Israel 945 y en Taiwán 170. Pero las muertes es el tema: en Austria hay 9 muertos, en Israel 1 y en Taiwán 2. (En los tres países recién arranca el proceso de recuperación pero es estimulante).
Por razones que el lector sabe tanto como yo, son países que aceptan la orden del gobierno porque han sufrido, han padecido tragedias y tienen un sentido colectivo que les permite manejarse desde su identidad.
No quiero ser ofensivo, tengo la mitad de la sangre italiana, pero si algo nos demuestra Italia y buena parte de los países latinos es que son díscolos, que la norma es una carga, que la cultura de la “viveza” se impone sobre la conducta colectiva. O sea, lo individual es más importante que lo colectivo y la planificación es una mala palabra (basta ver cómo se conducen los vehículos y las vespa en Italia para entender algo de la filosofía de ese hermoso pueblo). Por algo Italia dejó de ser la Italia del Foro Romano y es lo que es en el presente: un bello país donde el turismo le funciona como motor, donde algunos emprendedores –excepcionales– son geniales por su fineza y buen gusto, pero donde el esfuerzo por ser una entidad colectiva no pasa mucho más que por canciones italianas que a todos nos emocionan. Francamente, Italia ya no es el imperio que fue, ni pálidamente se le parece. Y a esa Italia que no es lo que fue, le suceden estas desgracias por la imprevisión en su sistema sanitario y por no haber cortado a tiempo una hemorragia que todos veían venir.
Se equivoca también Byung Chul Han al no entender que el “cierre de fronteras” no es una acto de soberanía sino sanitario. Encriptando poblaciones, encerrándolas y poniéndoles una carpa social es que se aisla el virus. Cada uno de los sanos es la vacuna. Y esa es la única verdad, no hay que temer a esas definiciones “regionales”.
Vuelvo a Italia donde el fenómeno nos tiene que enseñar minuto a minuto. Si se miran regiones, algunas tienen muy pocos infectados. Eso es porque allí las comunidades se están cuidando y eso implica entender que están actuando como colmena de abejas y no como batallón militar. ¿Está mal clamar porque una comunidad se mantenga sana?
Sigo discutiendo con Byung Chul Han. Japón, Corea, Hong Kong, Taiwán o Singapur tienen Estados fuertes y no es que “confíen” en el Estado, sencillamente no conocen el modelo democrático occidental (aunque lo viven emulado y sueñan con toda su matriz cultural desde el karaoke hasta el consumo de psicotrópicos). En realidad son sociedades “rehén” donde lo colectivo está por encima de todo y no hay debate el respecto. Reconozco que el filósofo alemán tiene claro que Japón y Corea son un caso aparte.
Un asunto que no plantea Byung es que la responsabilidad de China en esta tragedia es enorme. ¿Solo quedará Donald Trump quejándose del “virus chino”? ¿O el resto del mundo aceptará con genuflexión este cataclismo con tal que el gran comprador asiático vuelva a las canchas y nos empiece a comprar a todos lo que vendemos?
Con franqueza, en un mundo que tuviera algún componente de moral elemental, China tendría que estar planteando como resarcir al planeta de la debacle que produjo y la comunidad internacional no debería jugar a ver quien se hace amigo de China para sacar algún beneficio. China introdujo esta peste. ¿Qué estarían diciendo muchos si este virus se hubiera ocasionado en los Estados Unidos? De seguro estábamos oyendo la cantarola del “maldito imperialismo”. Los daños económicos son de una severidad monstruosa y las muertes que produjo este virus “chino” serán eternamente recordados de donde se originaron y la velocidad en que en pocos meses dio la vuelta al mundo. No debería salirle gratis al gigante asiático.
Tiene también razón Byung cuando dice lo del Taiwán informando al mundo sobre donde hay personas infectadas a través de la informática y eso ayuda –sin violar la privacidad de nadie– tomar recaudos y ayudar al colectivo. La información reservada, cuando se hace pública, aleja responsabilidades y permite –serenamente- pensar mejor lo que se debe hacer. La tensión es entre la protección de datos y la vida: usted decida. Sería bueno que los países latinoamericanos, siempre lentos en estos asuntos, pudieran aplicarse a la tecnología con velocidad.
El capítulo de las mascarillas protectoras que aborda Byung con su seriedad habitual es apabullante. He sentido la versión de su inutilidad a los veinte minutos de humedecerse hasta máscaras que son formato James Bond. Otra vez el desconcierto y la incertidumbre. Pero el propio Byung, que suele ser estricto, utiliza la palabra “creo” para afirmar que en Corea eso ha contribuido a frenar la expansión del virus.
El coronavirus nos viene a advertir de algo que no queremos ver: somos frágiles, somos finitos y nos olvidamos cada día más de eso porque entre la expectativa de vida y los químicos a los que accedemos en el 2020 se enfrenta a la muerte con más eficiencia que nunca en la historia de la humanidad. Y casi nos resulta inverosímil que nos chernobilicemos por un virus que es más fuerte que la gripe pero al que por el momento no hemos podido dominar.
El coronavirus, además, viene a ser socialista: mata al que sea, como sea, y según su tramo etario y las dificultades patológicas que tenga, pero viene a ser un grito que por más que accedas a la mejor clínica del planeta, quizás allí haya cola y no habrá respirador para ti. Y cuando las élites tienen miedo se lo trasladan a quienes conducen y el temor se apodera de todos. Pareto puro.
También se pierde Byung al no entender que el capitalismo, en medio del desastre, sabe –y es el único–en encontrar la veta para sobrevivir. ¿O alguien duda que el laboratorio que descubra la vacuna obtendrá regalías descomunales? ¿O que los que logren vender la mascarilla que de veras sea efectiva como pared ante el virus las podrá vender a cifras inimaginables? Es más, no es como dicen algunos agoreros eternos del fin del capitalismo que acá se acaba ese modelo: lo único que asegura que se logrará la cura es no solo la solidaridad de muchos, sino el espíritu de competencia por llegar primero a la vacuna, la gloria por semejante triunfo y las regalías que ello traerá. ¿Y está mal acaso que algún científico tenga esos motores de búsqueda y que no pretenda ser un “santo” y nada más? El progreso humano está plagado de vanidad. De eso Steven Pinker no habla pero creánme que el bicho humano es así. ¿O no lo sabemos?
Vuelvo a Khun quien siempre me fascina con sus teorías de los paradigmas. Hasta ayer vivíamos en un paradigma. Hoy, con la explosión del Coronavirus, aprendimos –de veras lo sabíamos – que la higiene es vital, que no es un asunto baladí y que hoy vuelva a ser vital atento a la cantidad de personas que somos en el mundo.
Y volvemos a algo que el virus nos regaló, retomamos contacto intenso con seres queridos, el miedo nos hace valorar lo que sería perderlos y ese ángulo vino de regalo y esto es como cuando un amigo cercano fallece, ese impacto nos hace entender la finitud y el sentido real de la existencia. Un maldito virus nos vino a reconectar con lo que nunca debimos estar desconectados.
En mi país, tenemos una historia heroica donde un grupo de jovencitos se cayeron en un avión en la montaña de los Andes hace muchas décadas, sobrevivieron dos meses y medio abandonados en la nieve. Se tuvieron que comer los cadáveres de sus amigos muertos y nadie en mi país los juzga con el dedo acusador sino que los valoramos como héroes. Yo, el primero que cada vez que estoy con alguno de ellos siento que mi vida es nimia, irrelevante, nada que sirva de mucho.
La semana pasada tuve que dar una charla en un centro de la colectividad judía, allí estaba la hija de una sobreviviente del holocausto que conocí, su historia, la tengo presente como lección de vida para siempre, es gente que logró venir del infierno real, de masacres colectivas donde les mataron padres, hermanos y todo lo que estaba a sus lados. Y ella sobrevivió. No importa su nombre. O sea la heroicidad es real, factible, cotidiana en miles de casos.
A lo que voy es que en lugares diferente se construyen respuestas diferentes sobre lo que se nos cierne como el mal.
El virus es el “mal”, entendido. Operemos sobre él, sin prejuicios, sin contrabandear ideología, sabiendo que no es un terreno para la miseria humana y la demagogia. Operemos con lo que mejor deberíamos hacer “la inteligencia”. No somos ratas, ni sapos, somos humanos que nos permite pensar y anticipar movimientos. Y si somos todos más pobres por esto, lo seremos, pero habremos sorteado un adversario que merece ser acorralado.
El camino lo sabemos todos. A confinarse todo lo que se pueda y a estar juntos y limpios.
El resto lo hará la ciencia. Y saldremos de esta como hemos salido de muchas más horripilantes.
N. del E.: Las cifras se actualizan constantemente.
Washington Abdala es abogado, escritor, docente de Ciencias Políticas en Uruguay y representante de la Secretaría General de la OEA en el diferendo de Guatemala y Belice.