Por Luis Beltrán Guerra
Pudiéramos preguntarnos si la fe, entendida como la certeza de lo que se anhela, y la esperanza, o sea, la confianza en que ocurrirá aquello que deseamos, van unidas en ese mundo complejo que es el alma. ¿Cuál de ellas, además, iría primero?
Ese es el tema de una conversación entre dos venezolanos exiliados, dado el cataclismo generado durante las últimas casi dos docenas de largos años: uno, es Pedro Salazar, en Lima y el otro, Justiniano Martínez, en Medellín, ambos casados, con tres hijos el primero y cuatro el segundo. Ingeniero uno y abogado el otro.
La conversación se interrumpe cuando Manuela Quijada, profesora de leyes en Caracas y esposa de Justiniano (también docente, pero de ciencias políticas) lo conmina a dejar el teléfono pues en la TV William Barr, Fiscal General de los Estados Unidos, anuncia cargos en tribunales de su país contra Nicolás Maduro por narcoterrorismo, importación de cocaína y tenencia de armas, y que además involucra, entre otros, a Diosdado Cabello, Vladimir Padrino y Maikel Moreno.
“Mi amor, dura lex, sed lex” grita Manuela, en medio de un fuerte abrazo a su marido. “La fe y la esperanza se han unido para salir de la penuria a la que nos tienen sometidos”. “Dios no olvida”, responde Martínez, expresando a su mujer que una luz ha aparecido al final del túnel.
“Pero agradezcamos, también a los romanos”, agrega Justiniano, pues introdujeron la máxima “dura ley pero ley”, convencidos que cuando la ley no se aplica, las sociedades explotan, y mucho más cuando las transgresiones se generan desde los propios poderes públicos. Tales conductas y consecuencias han de condenarse, aunque sus efectos puedan calificarse como inhumanos. La pauta nace ante la necesidad de combatir, precisamente, la influencia de pontífices y magistrados, práctica que prosiguió, a pesar de que en Roma la ley escrita, para evitarlo, había suplantado a la oral. La máxima dura lex, sed lex terminó, por tanto, siendo complemento de lo escriturado, en procura de alcanzar tan sano propósito.
La tertulia se suspende a causa de una llamada telefónica desde Medellín del ingeniero Salazar, cuya voz no revela la misma alegría pues manifiesta dudas en lo concerniente a la asunción de las providencias de Barr por las fuerzas políticas opositoras, en exagerado grado de minipartidización. No tiene claro, tampoco, las posibles sentencias condenatorias, condicionadas a la defensa diligente de firmas de abogados y de lobby sofisticadas, cuyos servicios serían pagados sin problemas dadas las enormes cantidades de dinero que han engrosado los imputados. Finalmente, pregunta quiénes liderarían una posible transición y por cuánto tiempo.
Justiniano le aquieta, pero es a él a quien la inquietud arropa, dado los argumentos conforme a los cuales la aplicación de la máxima (dura lex, sed lex) “debe ser atemperada por la bondad y la misericordia”. No dejo de pensar que se traigan a colación, por un lado, que “la justicia se concibe como la fórmula más perfecta para la defensa de la ética y los derechos de todos” pero que desde otro se plantea la inconveniencia de la dureza de los fallos, en rigor, limitaría el principio dura lex, sed lex.
Por tanto, si se acepta esta hipótesis, se vería atenuada por otra que le sería sucedánea, conforme a la cual “la extrema justicia es extrema injusticia”, cuestionándose así que sea el camino ortodoxo que conduce a la certeza jurídica o legalidad. Deberíamos, por tanto, estar atentos para demandar que recaiga en lo concerniente a los imputados por Barr la sanción más severa, como la merecen, sin importar que algunos le califiquen como hipótesis de injusticia. Es seguro, sin embargo, que la explicación no satisfaría a Pedro Salazar.
Manuela Quijada, al enterarse de las dudas planteadas, considera que el problema pasa por preguntarse “¿quién mete preso a quién?”. Pareciera una perogrullada, pero si se toma en cuenta la tipología del régimen y sus conductas delincuenciales, no dejaría de tener sentido. En América Latina, el continente de los desencuentros, no todo es posible, pero algo y bastante.
Empecemos por la metodología dialogal, desprestigiada porque con ella se ha hecho de todo, pero lo determinante ha sido que no ha aparecido quién la imponga. Además, los acuerdos en situaciones anárquicas demandan de una jefatura eficiente, llámese junta, triunvirato, cuartelazo, implosión popular (“el pueblo en la calle para no regresar a sus hogares”), el apoyo castrense y guerra. También sería irrelevante que se le llame “golpe de Estado”, expresión obsoleta, equivocada en su uso si el gobierno depuesto no es democrático. Es de esa ejecutoria que puede nacer un acuerdo societario dirigido a encausar al país a su estabilidad política y con sus consecuencias favorables económicas y sociales. Eso lo he estudiado, explicado a mis alumnos y lo tengo claro.
“No deja de ser un error —adiciona Manuela— que los pueblos regresen a caminos recorridos para adecentarse, siempre y cuando la crisis se maneje con seriedad en procura de que se gobierne con la adhesión de la voluntad popular (como Betancourt en 1945)”. Por supuesto, nunca para un cataclismo como el alzamiento militar de Chávez y sus deplorables efectos. Es infantil, en rigor, negar que fuerza militar se demanda y no así el apoyo popular. Lo primero pareciera estar a la vuelta de la esquina y lo segundo ha de darse por descontado, salvo que durante estos ya largos años a la sangre de los venezolanos se le haya agregado una alta dosis de sadismo, conduciéndolo a la perversión colectiva.
No debería descartarse, sino más bien estimularse, que los Estados Unidos (caracterizado por haberse puesto de acuerdo, antes y después de l789 —promulgación de su Carta Magna— a edificarse como the great nation y a instruirse para el uso pragmático del poder) decida capturar in situ a los Noriegas criollos, como hizo George Bush padre con la Operation Just Cause, ejecutada en un breve plazo (20/12/1989 – 31/1/1990). El caudillo sonador en su mundo cósmico pasó 40 años con el traje de rallas en Estados Unidos y Francia (La Sante), viendo cómo se derretía la aleación del machete que blandeaba entre soberbia e ironía ante débiles y poderosos. “Presuntuoso el personaje”, acota Salazar.
El tema de Venezuela es para hablar poco y actuar prontamente, adiciona la profesora Quijada. hay que demandar la puesta en práctica del derecho de injerencia y la responsabilidad de proteger. No olvidamos que la diplomacia mueve intereses colectivos en aras de la paz, pero también intereses privados (y ello me lo he planteado para preguntarme si Rusia y China, en defensa de los negocios que han hecho con el gobierno, reaccionarían ante la misión de Washington, generándose un conflicto mundial y que tanto la artillería, la aviación y la marina de los dos países desembarquen en el Caribe). Me gustaría conversar el tema con el embajador Diego Arria y el internacionalista Adolfo Salgueiro, quienes estoy seguro de que me responderían “cero” en el cálculo de probabilidades.
Finalmente, para el caso de que el régimen criminal venezolano prosiga amparado en mixturas con sectores opositores o de cualquiera otra índole (que no dejarían de sorprender) deberíamos ir al sepulcro a despertar a Simón Bolívar quien, como sostiene Jaime Urueña, “no fue solo un guerrero excepcional, un creador de repúblicas y un hábil estadista, sino también un profundo pensador de la política y un gran conocedor de los asuntos constitucionales”, por lo que las dictaduras que lideró no buscaron imitar a las “clásicas” de los primeros siglos republicanos de Roma, ni tampoco la tiránica de César. Se inspiró, por el contrario, en “la era tardorrepublicana” de Lucio Cornelio Sila, asumiendo la concepción romana de la necesidad de la dictadura como forma de gobernar en situaciones de extrema urgencia. Pero también (lo refiere John Lynch en su maravilloso libro Simon Bolívar, A Life, Yale University Press, 2007) al expresar que antes las dificultades el libertador clamó por the strong government. Así lo requeriría hoy, si se nos presentare, como impostergable.
Esa pareciera la situación de una Venezuela destruida. Para castigar a los causantes y restablecerse como república, ha de acudir a dura lex, sed lex y aplicar la ley en todo su rigor. Las probables injusticias, de haberlas, serían nimias al comparárseles con los crímenes.
Así termina su explicación Manuela Quijada.
Luis Beltrán Guerra Guerra es un abogado, profesor, político y escritor venezolano.