Por Juan Carlos Sánchez
La Comisión Europea ha aprobado una reforma de las reglas de competencia que permitirá a los países miembros nacionalizar temporalmente las empresas afectadas por las medidas de confinamiento social, a causa de la pandemia del COVID-19.
La enmienda firmada por Bruselas, sin embargo, esconde varios supuestos de vulnerabilidad debajo de la letra pequeña y una advertencia: se vigilará especialmente a los gobiernos que aprovechen esta situación excepcional de la economía para transfigurar las ayudas en nacionalizaciones encubiertas.
La normativa, que niega algunos de los principios fundacionales de la Unión Europea, solo se aplicará a las empresas que eran viables económicamente antes del periodo de crisis. Con ello este órgano legislativo europeo pretende evitar que algunos gobiernos justifiquen la entrada de capital público en compañías que ya tenían problemas previos al periodo de emergencia.
Pero la principal preocupación para la Comisión es sobre todo que algunos estados intervengan con capital público las empresas afectadas y permanezcan en su accionariado más allá de los plazos establecidos por el estado de emergencia.
La duda de los expertos es que este plan de Bruselas pueda convertirse en un simple ‘wishful thinking’, toda vez que una empresa cuando acepta la participación del Estado como accionista resulta casi imposible que la compañía intervenida pueda posteriormente recomprar las acciones públicas.
La aplicación de la reforma tiene aún que recorrer un largo camino, condicionada por el recelo a que cuando termine el estado de alarma los países europeos con mayor peso económico lleven a cabo una intervención masiva de empresas para salvaguardar su tejido productivo.
Una Comisión a la defensiva y sin alternativas es la mejor presa para la especulación y podría llevarla a olvidar que el proyecto europeo consiste en una institucionalización de las decisiones, no en una complacencia tácita del liderazgo de los grandes en circunstancias extraordinarias.
Pero la duda más preocupante es que esta reforma pueda abrir la puerta al ejecutivo social-comunista de Pedro Sánchez para dar luz verde a un plan intervencionista en España con objetivos muy concretos, como podría ser la nacionalización de la aerolínea Iberia, perteneciente al grupo hispano británico IAG-, que el pasado mes presentara un expediente de regulación temporal de empleo (ERTE) para 13 900 de sus 17 000 trabajadores.
La coalición PSOE-Podemos, que lleva el ADN intervencionista en su programa electoral, ya enseñó los colmillos el pasado mes de enero cuando la vicepresidenta para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, escenificó numerosas maniobras de control sobre la empresa Red Eléctrica, como si se tratara de una sucursal de su Ministerio y sin respetar los criterios profesionales que impone el accionariado privado de esta compañía, en la que el Estado tiene una participación del 20 %.
Aunque desde la misma Comisión Europea se han apresurado en señalar que se trata de una situación excepcional, la normativa —que permite augurar un periodo de elevada conflictividad entre algunos países miembros de la UE—, deja en el limbo de la interpretación jurídica las consecuencias que tendría aplicar una fórmula de rescate disfrazada de nacionalización con elevados costes públicos y la provisión de incentivos perversos y distorsionadores de la competencia.
El resto de las cuestiones que se incluyen en el acuerdo constituyen un conjunto de deseos bienintencionados. Nadie puede oponerse a la aclaración que hace la Comisión cuando especifica que durante el tiempo en que un Estado forme parte del capital no se permitirá ni la distribución de dividendos ni de bonus a los ejecutivos, además de hacer publicidad aprovechando la presencia del capital público entre sus accionistas.
Sin embargo, no se entiende una disposición en la que se expone que tras cumplirse el plazo de seis años si el Estado no ha consumado su salida del capital o no ha establecido su participación por debajo del 10 % de las acciones, la Comisión se arroga el derecho de aplicar un plan de reestructuración obligatoria de la compañía, como medida de “último recurso”, en el supuesto de que algún gobierno pretendiese permanecer en el capital de la empresa intervenida.
La confusión o contradicción existente en la normativa sobre los efectos prácticos que tendrán estas modificaciones legales sobre el mercado de valores y las reglas vigentes de la competencia permite que quede en pie el hecho incontrovertible de un retroceso notable en las garantías jurídicas de las empresas y sus accionariados. Una vez abierta la puerta constitucional para la desaparición de tales garantías, es cuestión de tiempo —y pericia— que se apliquen fórmulas más restrictivas e intervencionistas contra el tejido empresarial.
En lugar de apostar por la apertura y el libre juego de los mercados que garantizan el crecimiento de la riqueza, la independencia empresarial y el bienestar de los ciudadanos, Bruselas ha optado por instrumentos propios de una economía estatista.
La arbitrariedad que encierran algunas de estas disposiciones de la Comisión Europea confirman que, en vez de legislar con arreglo al interés general, sus acuerdos producen una inquietud generalizada. Vuelve aflorar un talante intervencionista en el seno de los órganos del gobierno europeo y el inicio de una tendencia nacionalizadora en el sector empresarial que no es la que necesita una economía gravemente endeudada.
Europa debe hacer valer sus propios intereses supranacionales y los de las instituciones y empresas que operan bajo su jurisdicción para que la crisis económica coyuntural en países como España no sea el aval de la zorra en el gallinero.
Juan Carlos Sánchez es escritor, periodista, analista y consultor en comunicación corporativa. Sus columnas de opinión se publican en diferentes medios de prensa de España y Estados Unidos.