Por Fabio L. Valentini
Hace unos días me comuniqué con la barbería a la que suelo ir con frecuencia. Me respondieron que estaban trabajando, a pesar de la situación, y directamente en su local, en uno de los centros comerciales más antiguos de San Antonio de los Altos, mi ciudad, a las afueras de Caracas. Mi sorpresa al llegar, con unos 10 minutos de retraso, fue que el barbero y el dueño de la barbería estaban esperando a que llegase para desinfectar con alcohol y gel antibacterial las tijeras, máquina de afeitar, peines, el sillón donde me iban a atender y otros artículos necesarios que iba a utilizar. Su respuesta ante mi reacción fue clara: “ofrecemos un servicio responsable”.
Con capacidad para atender hasta unas seis personas, aceptan solo dos clientes por hora y los ubican en extremos opuestos. Como toda propiedad privada, el derecho de admisión se limitaba a aquellos que no usasen tapabocas y no se colocaran con regularidad el gel que ellos mismos suministraban. Es lógico, brindar un servicio responsable a cambio de una retribución no solo monetaria, sino fundamentalmente responsable por parte de los consumidores. Al finalizar ahí, me percaté también de que otros negocios de este centro comercial estaban trabajando, unos a puertas abiertas y otras a medias, pero siguiendo con sus propias disposiciones internas: la óptica atendiendo a sus clientes no oólo con guantes y tapabocas, sino también con una máscara acrílica; la panadería con su debido distanciamiento social, al igual que la tintorería e incluso la zapatería.
La responsabilidad individual
Estas acciones consientes de los comerciantes, trabajadores y consumidores no son más que el ejercicio más puro, quizás, de la libertad: tomar una decisión propia, sin coacción y asumiendo la debida responsabilidad. En otras palabras, responsabilidad individual. Un ejercicio que ha sido la brújula de las políticas tomadas para prevenir y contrarrestar el coronavirus en países como Suecia y Taiwán, desde un principio; o países como Alemania, Suiza y la propia Costa Rica en una fase posterior al confinamiento. Incentivar este ejercicio requiere entender e internalizar una primera realidad: el virus no cesará. Los virus ni se agotan ni se exterminan. Los individuos, organizados en torno a una sociedad, lo enfrentan para apaciguarlo y así poder convivir con él, evitando el mayor número de contagios y bajas.
Suecia, por ejemplo, lo ha llamado “inmunidad colectiva”. Desde el primer momento, su primer ministro en calidad de servidor público y no telonero populista, exhorto a cada hogar y empresa sueca a tomar voluntariamente sus propias medidas de prevención del virus sin suspender o alterar ninguna actividad más allá de la que los colegios, universidades, empresas y comercios decidieran alterar. Sin coacción, hoy supera por mucho la eficiencia en el manejo de la crisis ante países comoFrancia, España y el Reino Unido. Además, su economía nunca se detuvo.
¡Como anillo al dedo, llegó el coronavirus al sistema criminal de Maduro!
Ahora bien, este ejercicio de libertad y responsabilidad individual que he evidenciado estos días en San Antonio -y qué se replica en otras zonas del país- tiene un condicionante diferente al de los demás países. En Venezuela este ejercicio no sólo desafía y combate al virus chino, sino al mayor de los virus que contrajimos como sociedad: el chavismo.
No hay que ser estratega político, ni dirigente o especialista en el área; simplemente se trata de ser venezolano para saber que el coronavirus es otra de las bombonas de oxígeno que el sistema criminal se apropió, no sólo para conseguir tiempo, sino para adaptar un nuevo mecanismo de control social dentro de los aplicados por más de dos décadas. El COVID-19 llegó en el momento donde más era necesario crear un enemigo, hecho u operación magnicida ante lo que desde finales de 2019 era predecible, que Caracas se quedaría sin gasolina. Sumando a ello, una presión que Occidente ha intensificado, especialmente desde Washington D.C.
Pero el temor llegó precisamente por la capital. Sí, Caracas y la zona metropolitana. Por que las largas filas que hemos visto bajo el confinamiento eran una realidad en ciudades como Maracaibo, Puerto Ordaz, Mérida y Barinas, desde la segunda mitad del 2019. Ahora, el problema llegó en la tan apreciada e “intocable” tacita de oro del chavismo, que a inicios de año ya comenzaba a parecerse más a la Venezuela profunda, aquella fragmentada, desolada y arrasada por droga, mafia y corrupción.
La burbuja caraqueña explotó nada menos que desde su principal arteria vial, la autopista Francisco Fajardo, cuando a fuego abierto cruzado se enfrentaban criminales sin uniforme con criminales con uniforme y camionetas rotuladas. Lo que ese día de enero fueron horas, hoy son días en sectores como José Felix Ribas en Petare, donde aún sus vecinos duermen bajo el sonido de las balas y los gritos emanados de jóvenes de entre 16 y 24 años. Unos que gritan por dolor y otros por de júbilo por haber generado ese dolor. La realidad no es diferente en otros sectores como Cotiza, el 23 de enero y otras barriadas caraqueñas donde muchos también han tratado de ejercer su responsabilidad individual de salir a trabajar, para sobretodo comer, y han sido coaccionados por las bandas o por el sistema. Nada alejado, insisto, de una realidad que llevaba meses evidenciándose en todo el país sin la llegada del virus de Wuhan.
Revertir la estrategia criminal del control
Quizás, la responsabilidad individual de cada venezolano no está simplemente en ver cómo reactivar sus actividades lo más pronto posible, sino en comprender que el confinamiento dejó de obedecer exclusivamente al coronavirus y es parte de una nueva política para controlar, destruir y finalmente promover una mayor sumisión del obrero, el comerciante, el trabajador, el estudiante y la ama de casa.
No es solo la gasolina. En el supuesto que llegasen los supuestos buques iraníes ¿sopesaría esto la crisis? ¿reactivaría todo el parque automotor? La respuesta es claramente negativa, y por mera lógica del mercado, la gasolina en la escala valorativa de los venezolanos ha pasado a ser uno de los bienes más preciados por su escasez, por lo que de llegar esta gasolina, aún cobrada en divisas, sería acaparada y vendida luego en el mercado negro. Es la típica lógica de servidumbre inherente al socialismo.
Lo más crítico en el hoy y el ahora venezolano es que un día más de confinamiento significa un más preocupaciones básicas de supervivencia, de miedo infundado y de empobrecimiento. No solo monetario, sino a nivel espiritual: “el socialismo es la fe ciega en las bondades del genocidio” dijo una vez en clases uno de mis profesores de economía de la escuela austríaca.
Quizás, el joven que me atendió en la barbería o aquellos pequeños comerciantes que están trabajando tomando sus precauciones sin que nadie les haya dicho como hacerlo -ya que nadie saber cuidarse mejor de sí mismo que uno-, solo noten el esfuerzo que están realizando para reactivarse ellos y sus fuentes de empleo; pero, obvien el impacto que están generando en otros individuos y de cara al sistema. Ir retomando nuestros quehaceres responsablemente implica irrumpir e ir contracorriente a lo que busca el sistema; es decir, minimizar el oxígeno que maximizar por cada caso real o inventado que aparece en el país o por cualquier novedad que actualizada la Organización Socialista Mundial de la Salud.
Para algunos quizás la realidad sea más compleja por el tema de la gasolina, el transporte o inclusive por convivir con personas más vulnerables a contraer el virus. Por eso la responsabilidad que describo lleva como apellido “individual”. Esta fuerza con capacidad de multiplicarse de manera inmediata, podría ser el factor que acelere a otras fuerzas necesarias para quebrar el sistema.
Fabio L. Valentini es un economista y profesor universitario venezolano.