Por Santiago Dussan y Diego Javier Ortiz:
La Alcaldía de Cali ha puesto en marcha la medida que les permite a las personas salir a hacer deporte, condicionadas a que porten consigo lo que ha llamado el Pasaporte Sanitario del Deporte. Este se puede conseguir en la atosigada página de internet de la alcaldía. Se expide —según se explica— después de contestar unas ocho preguntas, cuyo objeto es revelar si se está contagiado de COVID-19 —o si se está en riesgo de estarlo—. Esta pareciera ser la única información “nueva” que el ente municipal obtiene por medio de este odioso—y mal presentado— mecanismo. El resto de información, referente al número de la cédula de ciudadanía, entidad prestadora de salud a la que se pertenece, dirección de residencia, etc., es una con la que ya cuenta el Estado y seguramente se pide por una mezcla de embeleco de pequeño gobernante y necesidad de cruce de información entre entidades del Estado —en varios niveles y de varias facciones—.
Es una medida más dentro de la cadena de torpes y odiosas medidas con las que varias manifestaciones del Estado colombiano han querido, de manera exagerada, hacerle frente a la pandemia que ha hecho su aparición en todo el mundo. Es una más que tiene por efecto la disminución considerable del bienestar material de los individuos que vivimos en Colombia, denotando un fuerte e irresponsable descuento del futuro —al menos del futuro de los que no forman parte, directa o indirectamente, del Estado colombiano—.
La medida es odiosísima, pero no lo es por la información específica que pide —que por lo que se percibe las personas están dando sin ningún reparo—. Se trata de un intento de recoger información con la que el Estado ya cuenta, y no es muy distinto a portar un pasaporte colombiano, una cédula o una tarjeta militar. La medida es especialmente odiosa porque es una más en una larga cadena de intentos—en su mayoría exitosos— de obtener información de los individuos con el único fin de limitar la libertad individual. Siendo el Estado quien está detrás de ella, no puede ser otra la conclusión.
La libertad del individuo —la libertad económica, para los que quieran hacer tal diferenciación— consiste en algo muy sencillo. En que los individuos decidan sin ningún tipo de barrera institucional el curso de acción al que asignarán su cuerpo, aquello que controlan directamente, y los bienes que son suyos, aquello que solo pueden controlar indirectamente. Estos bienes, si son objeto de propiedad legítima, han sido apropiados, o bien originariamente, como cuando se ocupa algo que no ha pertenecido a nadie; o a través de una serie de intercambios indirectos que se han basado en el respeto por la propiedad de aquella persona que la intercambió. En otras palabras, el libre actuar de las personas implica respetar la frontera del cuerpo de los otros y de los medios sobre los cuales se extienden y se ve revueltas sus propias vidas. Es la ausencia de coacción dirigida al impedimento de elegir qué hacer con los medios propios, cuándo hacer con ellos y con qué condiciones hacer con ellos.
Este sistema, que podríamos reconocer como uno de propiedad privada de los medios para producir y donde el trabajo está naturalmente dividido, lo podemos llamar economía de libre mercado. Y, cuando podemos hacer las distinciones de todos los cursos de acción que tenemos por delante, en términos de costos y beneficios expresado en precios en dinero, y como cuando no hay restricciones o limitaciones arbitrarias a la generación de nuevos bienes de capital en negocios existentes o para nuevos cursos de acción empresarial por identificar, llamamos a ese sistema de economía de libre mercado: capitalismo. Lejos de la caricatura del hombre del monopolio, capitalismo es entonces tan solo un estado de la sociedad, donde los individuos que la componen pueden hacer distinciones de los beneficios, riesgos y renuncias de sus acciones, en términos de precios en dinero.
Con algo de afán podemos saltar a decir que esta libertad de mercado se traduce en libertad de movilidad. En libertad de “poner” acá y no allá la propiedad de los individuos, y estas decisiones se toman, de nuevo, dependiendo de lo que nos sugieran los precios respecto de los beneficios y posibles costos de tal decisión. Cuando los individuos deciden movilizar sus ahorros a pagar una carrera universitaria, lo hacen tomando en cuenta todas las necesidades que estarían dejando de satisfacer en pro del título universitario. Y si se hace así, habrá sido porque se anticipan a que el dinero que recibirán con ayuda del título será capaz de satisfacer en el futuro las necesidades pasadas que se sacrificaron –—y un par más, que harán de la vida lo cómoda y buena que se espera que sea—. De la misma forma, y difiriendo solo en grado, los individuos deciden salir al Cerro de las Tres Cruces en sus bicicletas de montaña dependiendo de la información de los efectos que anticipan respecto de sus acciones. Esta actividad, que es más riesgosa que salir a caminar, conlleva el riesgo de quebrarse un par de huesos, que resultarán probablemente en el sacrificio de ciertas necesidades en el futuro. Con costillas quebradas no se puede bailar el mapalé, sin embargo, en caso de embarcarse los individuos en tal empresa, será porque se evalúa el beneficio probable de conquistar la trocha por encima de la renuncia eventual —el costo— de las delicias del mapalé.
Esa libertad de movilidad de recursos —de los cuerpos y de los medios que se adquieren por medio de aquellos— es lo que ha hecho de Occidente, y todo lo que ha adoptado su espíritu, el contexto donde el bienestar material de los hombres se ha disparado de una forma que no tiene precedentes en la historia de la humanidad. Gracias a la generación bienes de capital y por ende de su generación de riqueza, que a su vez ha sido el resultado de la libertad de hacer con la propiedad todo aquello que prometa ganancia, es que hoy en día los individuos, en su mayoría, pueden dedicar sus esfuerzos a la satisfacción de necesidades cada vez menos urgentes. Son en últimas estas las que hacen de la vida la delicia que es —y que puede llegar a ser—.
Solo a partir del respeto por el derecho de propiedad privada, y por la movilidad de recursos que ella supone, se ha podido en la historia de la civilización Occidental acumular recursos, que a su vez se invierten en ulteriores cursos de acción que tienen por finalidad y efecto hacer mejor las vidas de las personas, sin importar los banales o virtuosas que sean sus necesidades. Solo con la acumulación de riqueza de los abuelos y los padres, que se mueve de generación en generación, pueden los nietos contar con la acumulación suficiente de riqueza para preocuparse por no producir nada durante esos cinco años de carrera universitaria, para ser improductivos espectadores del mundo. Y solo partir de esa suma de situaciones pueden los individuos, entre otras cosas, mover sus recursos a subir a conquistar el cerro con las bicicletas.
Tomando en cuenta todo esto es que se podrá ver el siniestro objetivo de implementar el uso de Pasaporte Sanitario del Deporte. Y lo que se pueda decir de este, se puede y debe decir a su vez, de la cédula de ciudadanía, del pasaporte y de la tarjeta militar. Todos estos documentos están diseñados para controlar la movilidad de los cuerpos de los individuos y de sus bienes; tienen el particular y muy obvio propósito de limitar la libertad de elegir entre cursos de acción de los individuos.
El Estado, en cualquiera de sus niveles: nacional, departamental o municipal, es la única organización de la cual es tolerado que sus ingresos dependan exclusivamente de la coerción. Es la única organización social cuyo bienestar dependen directamente del malestar de los demás que no forman parte de este, o no sean sus beneficiarios indirectos. Su riqueza, como depende del pago involuntario de impuestos, depende necesariamente de la pobreza de los que no están dentro de él. Su principal incentivo es aumentar sus ingresos presentes y futuros a partir de controlar directa o indirectamente todo aquello que sea objeto de propiedad de los individuos. En últimas, las decisiones respecto de qué se hace con los recursos, cuándo y bajo qué circunstancias se utilizarán, no depende de sus propietarios, sino de las decisiones de agentes estatales. Cuando se pagan impuestos, se altera el curso de acción en el que voluntariamente se habrían embarcado los recursos que se pagan al Estado, con el agravante que buena parte de ellos se usan en fines que no producen nada excepto gastos o desperdicio de recursos, empobreciendo a toda su población. Los subsidios, los auxilios, el gasto en burócratas o en entidades públicas, entre otros, son ejemplo de ello, sin contar los recursos que se quedan en pagos de favores, sobrecostos o cuotas burocráticas, que tampoco son menores.
Cuando se trabaja por un precio que determina arbitrariamente el Estado, se controla quien estaría trabajando y quién, al nuevo precio, no estaría interesado en contratar trabajadores. Cuando se suben estándares de calidad en la producción se bloquea institucionalmente a aquellos que solo podrían producir y satisfacer necesidades a costos más bajos. Con el fin de controlar esos recursos, para finalmente prohibir la propiedad privada sobre estos, sí que es útil la información respecto de en cabeza de quién están y qué se hace con ellos. De ahí la utilidad que tiene para un Estado realizar un censo, por ejemplo, cada diez años: para saber en qué andan los propietarios. No se puede expropiar ni controlar aquello de lo cual no se tiene información.
Las negaciones progresivas de la libertad individual se componen de pasos que van hacia la prohibición de la propiedad privada de los factores de producción. Tales pasos logran, con más o menos velocidad, que se “socialice” tal propiedad y que la decisión de “hacia donde se muevan” no dependa de sus propietarios individuales ni de los beneficios y costos que estos anticipen, sino del mandato coercitivo de alguna agencia estatal. A esto se le conoce como socialismo, y es esta la causa de la miseria de millones de personas en donde quiera que se haya implementado cualquier versión del mismo.
Podrá decirse que el caso del Pasaporte Sanitario del Deporte no tiene tan siniestro fin. Y sí, el objetivo de este escrito no es afirmar que sea la medida más lesiva de la libertad que se haya visto. Pero sin lugar a dudas es una más entre muchas que tiene por fin y efecto la eliminación de la libertad individual; así como también es un paso más hacia la miseria y la muerte que es el socialismo. Es, si se quiere, un clavo más —pero sin duda no el último— en el ataúd de la libertad individual. Y lo más desolador es que no despierta sospecha alguna y que, por el contrario, se está recibiendo de manera entusiasta.
La libertad de movilidad es uno de los pilares fundamentales del liberalismo. Es una garantía que permite a los individuos moverse a lo largo de un territorio sin interrupción y sin la necesidad de identificarse ante el poder estatal cuando quiera que no se esté cometiendo un delito de manera obvia o sospechosa. Los individuos cuentan, gracias a la tradición liberal, con el derecho de propiedad privada del cual se deriva una sana sospecha de las preguntas que pueda hacer el Estado. Nos resistimos aceptar que se renuncie a tal derecho con tanta tranquilidad —y hasta con resignada e ingenua alegría—.
Santiago Dussan es doctor del derecho y profesor universitario de análisis económico del derecho.
Diego Javier Ortiz es economista con MBA internacional, consultor en finanzas y estrategia.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de Santiago Dussan.