EnglishPara gran parte de la anglosfera, América Latina es un misterio. Las barreras del idioma, la religión y la historia colonial llevan a la más profunda confusión e impiden construir relaciones fructíferas. Y yo no fui una excepción a esa regla, ya que me crié en la zona rural de Nueva Zelanda, un lugar que no tiene nada que ver con el gran centro bilingüe que es Miami, que es donde me baso actualmente.
Quizás Nueva Zelanda pueda excusarse de su indeferencia sobre América Latina por su aislamiento geográfico, pero Estados Unidos no. La falta de cobertura sobre Venezuela este año, por ejemplo, parece haber sido casi tan amplia como la propia crisis.
Tal como lo expresa Carlos Rangel en Del buen salvaje al buen revolucionario, “En momentos de depresión (o sinceridad) llegamos a creer que si [América Latina] se llegara a hundir en el océano sin dejar rastro, el resto del mundo no sería más que marginalmente afectado”.
Qué poco han cambiado las cosas desde que Rangel publicó esas palabras en 1987.
¿Quiénes son los latinoamericanos?
Cuando asumí el proyecto PanAm Post ya había viajado por la América hispanoparlante, con estancias prolongadas en Colombia y Ecuador, lo que me llevó a desarrollar un afecto por ella. Sin embargo, un amigo me recomendó el libro de Rangel para obtener una comprensión más profunda de la historia y la psique predominante.
Aunque bastante largo en comparación con las obras contemporáneas, escrito en una era en la que la atención se fijaba por más tiempo del que toma escribir 140 caracteres, la edición revisada no defrauda. La traducción al Inglés, hecha por el Ivan Kats, también es sorprendentemente elegante.
Rangel (1929-1988) era un periodista y comentarista de televisión venezolano, educado en los Estados Unidos y de pensamiento liberal en la tradición clásica. En su libro, que él admite que es polémico, trata de abordar “la red de mentiras en la que se encuentra atrapada América Latina”. La más perniciosa de estas mentiras, escribe, es “el paralizante mito de que el atraso de América Latina se debe principalmente al imperialismo de Estados Unidos”.
Rangel abarca una gran variedad de temas en 297 páginas, intentando transmitir una visión rica y convincente de la evolución divergente de América Latina respecto a la buena fortuna de los Estados Unidos y Canadá. Examina la historia de las 18 naciones de habla hispana del continente, junto con la mancomunidad de Puerto Rico.
Rangel no incluye a Brasil, ya que “cualquier hispanoamericano sabe perfectamente que los brasileños son diferentes… nosotros miramos el mundo desde perspectivas distintas y potencialmente incompatibles con las de ellos”. Por otro lado, “la América española puede verse como un todo, ya que sus partes comparten el sello de los mismos conquistadores, colonizadores y evangelistas”.
Sin embargo, esta no es una historia color de rosa: “Los latinoamericanos no estamos contentos con nosotros mismos… Hay un hecho que todo lo abarca y que salta a simple vista: La historia de América Latina, hasta la actualidad, es una historia de fracaso…. Es una verdad que duele y que rara vez mencionamos”.
Incluso el héroe de América Latina, Simón Bolívar, en sus últimos años, se dio por vencido y describió la región como ingobernable. Bolívar previó “una turba enloquecida… bajo el dominio de pequeños tiranos”, y animó a las personas con sentido común a que emigrasen. Muchos han seguido su consejo, como lo han hecho los venezolanos recientemente, que están forjando comunidades aquí en Weston y Doral, Florida, como lo hicieron los cubanos antes que ellos en el área de Miami.
Verdades dolorosas sobre América Latina
Este fracaso generalizado, explica Rangel, da lugar a todo tipo de “mitos que tienden a justificar ampliamente una tendencia al racismo, la culpa, complejos de inferioridad, y otras reacciones de auto-engaño”. Con una franqueza descarnada, Rangel desenreda muchos de estos mitos y ataca a no pocos actores históricos: La Iglesia Católica, las élites académicas, los extranjeros ingenuos y abrumados por la culpa, los feudalistas, y por supuesto, los caudillos. En algunas ocasiones, el gobierno federal de los Estados Unidos recibe también sus reprimendas por proteger a los caudillos “consulares” aliados.
La adaptación oportunista de la ideología para conformarse a diferentes contextos es quizás el elemento más fascinante de esta historia. Rangel detalla coaliciones tragicómicas, como la de los marxistas-leninistas y la Iglesia Católica, enemigos que se aliaron simbióticamente durante un tiempo en países como Argentina, Chile y Cuba. También detalla la división y la competencia entre los partidarios de la línea dura de la Internacional Comunista y los apristas, que buscaban una versión regional del socialismo y todavía son influyentes, particularmente en el Perú.
La influencia real del catolicismo en América Latina, relata Rangel, ha disminuuido, a medida que la Iglesia ha tenido que adaptarse. En 1597, por ejemplo, una bula papal confirmó que los indígenas eran hombres, dotados de alma, y los colonizadores debían “protegerlos y llevarlos a la fe de Cristo… como trabajadores, y nunca como esclavos”. Sin embargo, “No hace falta decir que estos nobles principios jamás se aplicaron en ningún lado”.
Este legado deplorable de la sociedad esclavista española es un tema persistente cuyas ramificaciones siguen vigentes hoy en día, y que son “difícilmente compatibles con la libertad y el progreso”. Dada la tendencia de muchos latinoamericanos a sentir afinidad por los autócratas colectivistas, las palabras de Rangel resultan proféticas: “El campesino todavía tiene la actitud de un esclavo; aun espera que otros tomen decisiones por él, y reza sólo porque sus nuevos amos sean menos exigentes y mejor intencionados hacia él”.
El parasitismo de la esclavitud, explica, socava al amo, al esclavo, y a toda la sociedad. En particular, genera un desprecio por el trabajo: “En una sociedad así, el poder y la respetabilidad de ninguna manera se identifican con la puntualidad y la productividad …. [El] amo considera que el trabajo es una actividad apta solo para los esclavos…. Incluso hoy en día en América Latina hablamos de ‘trabajar como un negro’ o ‘como un indio’ para referirnos al esfuerzo extenuante”.
Los falsos revolucionarios
El clamor revolucionario no empezó con Hugo Chávez, y es tan común entre los politicos, guerrilleros y académicos que se ha convertido en una especie de chiste. Su prevalencia es también un síntoma de descontento popular con el statu quo, como lo demuestra la obsesión de América Latina con las nuevas constituciones, fenómeno conocido como el “wiki-constitucionalismo“.
La autenticidad de estas afirmaciones revolucionarias, sin embargo, no es muy convincente. Rangel se burla, con razón, del clamor a resistir las influencias extranjeras y volver a la romántica era del “buen salvaje”. La sociedad latinoamericana, después de todo, debe su modernización económica y cultural sobre todo a los llamados invasores, y casi ninguno de estos revolucionarios se unirían con gusto a los pueblos indígenas que aun tienen un estilo de vida primitivo en el Amazonas.
En particular, el grito revolucionario es particularmente falso entre los académicos marxistas, que viven de los contribuyentes y cuyas universidades están “entre las instituciones más retrógradas de América Latina”. Éstas han sido capturadas por alianzas con clanes políticos, en los que ser un “revolucionario” es “tan audaz y herético… como lo sería el que un estudiante en un seminario irlandés declarase ser un ferviente católico”.
El ascenso del caudillo
A lo largo del libro, Rangel intercala relatos de varios gobernantes autoritarios, pero se reserva la sección final para Fidel Castro. Castro es emblemático, “un tirano que cuadra perfectamente con el patrón básico heredado de la historia de nuestro continente…. un hombre cuyo único objetivo es conquistar y mantener el poder absoluto”.
Castro también fue un caudillo consular, el que corteja a una potencia extranjera para su protección: En su caso, a la Unión Soviética. Esta estrategia puede haber sido exitosa en el sentido de que le permitió gobernar a Cuba como “un monarca absoluto”, pero ha sido devastadora para los residentes de la isla: “[Los regímenes marxistas-leninistas] son los únicos sistemas políticos en la historia que han tenido que bloquear forzosamente la emigración de los ciudadanos”.
Más allá del individuo, sin embargo, el reinado de Castro relata una triste historia que Rangel busca transmitir. Es el relato de una historia violenta, un entorno propenso a demagogos viciosos y al “feudalismo primitivo”, una sociedad civil donde “todo lo que no esté expresamente permitido está prohibido”.
Las masas de América Latina… puede que no sean capaces de expresar sus sentimientos, pero esperan que sus líderes hablen por ellas; están dispuestos a seguir a un líder que sepa cómo expresar con palabras los sueños que yacen en lo profundo de su psique colectiva. Los demagogos pueden pues sacar buen provecho de esta necesidad psicológica básica, omnipresente.
¿Y el futuro?
A pesar de que Rangel desgarra los mitos de su tierra natal, mantiene la esperanza de un futuro más prometedor. Sin embargo, escribió sus reflexiones cuando yo era tan solo un niño, por lo que los tiempos mejores ya tendrían que haber llegado hace rato.
Pero por el contraio, está en auge una virulenta cepa de populismo; también lo está la economía keynesiana. El ideal liberal encarnado en los documentos fundacionales de los Estados Unidos también está desapareciendo con cada día que pasa. El modelo seguido en el norte del continente ha entrado en su propio período de decadencia a largo plazo y disfunción populista.
Sin embargo, yo también me siento obligado a compartir el optimismo de Rangel, aunque casi tres décadas más tarde. Tal como él lo señala acertadamente: “El romper las cadenas que impiden la iniciativa, la ambición y el ingenio empresarial de los pueblos parece ser una idea cuyo tiempo ha llegado. Es difícil de detener incluso en el llamado mundo socialista”.
Tal vez sea el momento adecuado para que la innovación disruptiva cambie las reglas del juego, y Rangel analiza las barreras ideológicas que hay que derrumbar. Aunque fuese por esa sola razón, su libro es tan relevante hoy como siempre.