English “¡Nos quitaron nuestros trabajos!“. Todos hemos oído la retórica en contra de los inmigrantes, legales e ilegales. Resuena tan ampliamente que a uno se le podría perdonar haber creído en él.
Sin embargo, el barniz nacionalista de la racionalidad económica es falso. La inmigración no es solo un impulso para una economía; los supuestos protectores de los empleos suelen señalar a los extranjeros como competidores de los residentes de Estados Unidos en el mercado laboral, pero los inmigrantes tienen un perfil distinto al de los locales.
Para aquellos que sinceramente ven a los extranjeros como una amenaza económica, y no están incitando a la furia populista, recomiendo la investigación de Diana Furchtgott-Roth del Manhattan Institute. Con respecto al crecimiento económico a causa de la inmigración, la autora explica que inmigrantes de alta y baja cualificación causan un impacto positivo.
De hecho, los inmigrantes inician masivamente nuevos negocios, en un porcentaje dos veces mayor al de los nativos —dato que no se oirá de las fábricas de xenofobia como NumbersUSA y el Centro de Estudios para la Inmigración. Estos portales se basan en la falacia económica de las ventanas rotas, y no mencionan que, en palabras de Furchtgott-Roth, los inmigrantes “en vez de desplazar, complementan las habilidades del mercado laboral de nativos”.
Así como el comercio internacional se beneficia mutuamente a cuenta de las ventajas comparativas, lo mismo sucede con la inmigración. En particular, como los inmigrantes poco calificados ofrecen servicios a bajo costo, dejan libres las posiciones gerenciales para los residentes estables. Su eficiencia también desocupa recursos para la investigación y expansión en otros espacios de la economía, como sucede con la tecnología que reduce la labor manual.
El consenso es una cosa rara en Economía, pero hay un apoyo casi unánime entre los académicos respecto a los méritos de la inmigración. De 46 economistas encuestados por el Wall Street Journal, 44 estuvieron de acuerdo con que la inmigración ilegal ha sido beneficiosa; y en una encuesta de la Asociación Económica de Estados Unidos, solo uno de seis pensó que la inmigración a Estados Unidos era demasiado alta.
Como un inmigrante en Estados Unidos, considero que la bandera del tema laboral es un cortina de humo para la xenofobia y, debo decirlo, el racismo. Sucede que en mi caso soy un angloparlante de Nueva Zelanda, egresado de una universidad estadounidense. ¿Preferiría usted competir en un trabajo conmigo o con un hispanohablante recién llegado, que ha tomado La Bestia en su camino desde El Salvador?
Para la mayoría de los residentes estadounidenses, la respuesta es obvia. Aún así al salvadoreño, el más vulnerable de nosotros dos, es a quien le arrugan la cara. Aquellos que frenarían la inmigración incluso me dicen que el país necesita a más personas de mi perfil.
Sin que suene irónico, más personas de la esfera angloparlante vendrían, si fueran elegibles, y pudieran pasar fácilmente la barrera de la burocracia. Pero en vez de ello, los vecinos cercanos, los más desesperados de los extranjeros, desafían las leyes inhumanas y luchan en un estatus peor al de ciudadanos de segunda clase.
Aquellos que lo logran aquí, y se comprometen de forma pacífica con la economía, merecen nuestro apoyo personal, no la condenación y el ostracismo.