
(Foto: EFE)
A pesar del atentado frustrado en el estacionamiento del World Trade Center en Nueva York ocurrido en 1993, no fue hasta el 11 de septiembre del 2011 que el mundo giraría la mirada hacia la barbarie que acababa de ocurrir en pleno corazón financiero de los Estados Unidos de América, el país más libre del mundo.
Un grupo de terroristas, motivados por ideas caducadas y, especialmente, por odio inculcado como credo -al igual que los marxistas en Latinoamérica-, decidieron estrellar dos aviones comerciales secuestrados en una operación kamikaze. En esta ocasión, no obstante, ellos no morirían por el honor de su patria, sino que buscaban ganarse la complacencia de Alá -el dios islámico- que en las escrituras del Corán, a través de su profeta Mahoma, declara la guerra a muerte a todos aquellos que no sigan su credo. Como recompensa por su sacrificio, 72 vírgenes esperarían a estos “héroes” para complacerlos.
La realidad de los hechos fue que estos terroristas islámicos habían organizado destruir doce edificios simbólicos americanos. Viendo lo absurda de su plan, decidieron rebajar los objetivos a cinco: el World Trade Center, que simboliza la superioridad del sistema de mercado libre; el Pentágono, que simboliza el poder del ejército más grande, avanzado y eficiente del planeta; el Capitolio, que representa al pueblo americano y del que emanan las leyes, y por último, la Casa Blanca, que es la residencia y despacho del hombre más poderoso del mundo, el presidente de los Estados Unidos.
Los terroristas solo lograron secuestrar cuatro de los cinco aviones necesarios, debido a que uno de ellos fue detenido por problemas en inmigración. El resto logró su objetivo. En los cuatro aviones, había un total de 220 inocentes, entre ellos, 15 niños. Dos aviones se estrellaron contra el World Trade Center, uno contra el Pentágono y el último, accidentalmente, en un descampado. En total, hubo 2992 víctimas fatales.
Desde ese fatídico día, el extremismo islámico declaró la guerra a la cultura occidental. Muchos se preguntarán qué es la cultura Occidental y qué tiene que ver con nosotros. Es sencillo: Occidente no es solamente el norte de América, es todo lo que nuestra cultura de seguridad, libertad y prosperidad representa. Somos herederos de la Liga helénica, de la cultura helenística que Alejandro Magno esparció hasta llegar a Asia, de la grandeza del Imperio romano que liberó a los pueblos oprimidos llevándoles orden, descendientes de los reinos cristianos que adoraron a nuestro Dios, que, a través de las escrituras judías, anunció la llegada de nuestro salvador, su hijo, Jesús. Son, en definitiva, lo que hoy es la cultura Occidental, es decir, cientos de países que, en mayor o menor medida, defienden a Dios, a la patria y a la familia.
El ataque al World Trade Center no es un ataque a los estadounidenses, sino a toda nuestra cultura occidental, a nuestro estilo de vida y a todo lo que representa.
Es así como llegamos a los funestos hechos que parecen haber conmovido el corazón congelado de los occidentales, que desprecian su propia cultura, vanagloriándose de ser ateos, marxistas, veganos, LGTB, anticristianos o cualquier otro adjetivo que les “limpie” una supuesta culpa histórica por nuestra cultura occidental.
El pasado 15 de abril, hubo un incendio en la Catedral de Notre-Dame de París, desplomándose por casualidad o causalidad la aguja de esta gran iglesia gótica que en su punta es rematada con la Santa Cruz, sobre la cual Jesús daría su vida por el perdón de su pueblo. Parece una verdad poética que viene a darle una cachetada a la vida acomodada de los occidentales, así como lo hizo el 11/9 con los americanos. Este evento nos recuerda que Occidente está bajo el ataque del progresismo y del islam.
Semanas antes de esta tragedia, se habían reportado 12 ataques y profanaciones a iglesias por toda Francia. La iglesia de Saint-Sulpice fue víctima de un incendio semanas atrás. Asimismo, la iglesia Notre-Dame de Dijon fue profanada y atacada. La prensa se dedica a minimizar cualquier ataque al que seamos víctimas los mal denominados “fanáticos” cristianos, invisibilizando cualquier acto de violencia que se tiene contra sus instituciones y demonizados por ser creyentes.
Francia enfrenta actualmente la violencia de los “chalecos amarillos”, un grupo de personas malcriadas, jugando y llamando a un falso clamor revolucionario por el cambio total del sistema político, económico y social con el fin de llevar a Francia -de nuevo- a una profunda crisis, como ha sido la historia de este país desde la carnicería que representó la Revolución francesa y que el británico Edmund Burke fue capaz de prever años antes de que ocurriera. La Revolución francesa ni trajo libertad, ni igualdad, ni fraternidad: solo dejó saqueos a iglesias, degollados y muerte allí por donde pasó, culminando con la decapitación de Robespierre, el principal impulsor de la violencia revanchista contra la nobleza y el clero.
Estos grupos (llámense chalecos amarillos, antifascistas o como fuere) renuevan sus ansias de violencia en otro intento de poner a la sociedad occidental en jaque, algo que le viene bien a sus aliados islámicos. Y sí, digo aliados, porque la extrema izquierda española, encabezada por Pablo Iglesias ha sido financiada por Irán, por poner un ejemplo. A su vez, la extrema izquierda europea está aliada con los socialistas-comunistas americanos, liderados por el régimen socialista cubano.
En Chile, antes de la venida del Papa Francisco -otro traidor al servicio de la izquierda-, se reportaron diversos ataques a iglesias por parte de grupos identificados con tendencias extremistas de género. Esto es lo que ocurre cuando los intereses perversos de diferentes grupos llenos de envidia, resentimiento y odio, se unen: empieza la destrucción interna y externa de la cultura occidental.
Esta no es la primera ni será la última vez que Occidente sea atacada. Nuestro deber es defender nuestra cultura como lo hizo Europa ante la invasión islámica y como lo han hecho Estados Unidos y sus aliados ante la amenaza comunista mundial.