En palabras de Frederic Bastiat, “La vida, la libertad y la propiedad no existen por razón de leyes hechas por el hombre. Por el contrario, el hecho es que la vida, la libertad y la propiedad existen con anterioridad a aquello que hizo a los hombres hacer leyes por primera vez”. Como derechos no se crean, se descubren en la propia naturaleza de la civilización en cierto momento de la historia de occidente. En potencia existieron desde siempre, mayormente irrespetados desde siempre. Y todavía no son especialmente respetados fuera de la cultura que evolucionó hasta el punto de reconocerlos. E incluso en ella se intenta retroceder, mediante doctrinas que pretenden negar la realidad, la individualidad y los derechos inherentes a la misma.
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El socialismo es hoy la principal de esas doctrinas, al punto que calificaríamos al resto como sus variantes o antecedentes. La raíz común está en la legitimación moral de la envidia para negar el derecho de propiedad. Y una forma contemporánea de negarlo es anular su ejercicio, mientras se afirma defenderlo y extenderlo colectivamente.
La tradición liberal entiende la propiedad privada como derecho individual, natural e indiscutible. Podemos partir de que cada ser humano es propietario de sí mismo, de su cuerpo, su intelecto y su voluntad. Y que es por ende soberano de sí mismo. Limitada dicha soberanía, única y exclusivamente, por la misma soberanía de los demás sobre sí mismos.
Un gobierno liberal y republicano únicamente puede existir de manera legítima para proteger la soberanía de todos, y cada uno, sobre sí mismos. Con obvias consecuencias en materia de limitación del poder público.
Para que los gobernados sean libres, los gobernantes han de estar encadenados. Es decir, limitados:
- Limitados primero a sus funciones naturales, únicamente las de naturaleza represiva, como seguridad, defensa y justicia.
- También en poderes para ejercer dichas funciones por derechos individuales, que no podrán violar legítimamente cuando su razón de ser es protegerlos.
- Limitados en recursos a los estrictamente necesarios para cumplir sus funciones.
- También limitados por una clara separación de poderes que supere las fallas que tras un par de siglos hemos podido ver en la resultante de la revolución americana.
- Y en el poder de legislar, limitados a fijar como ley la tradición institucionalizada con normas de origen consuetudinario. Limitados a leyes de carácter general y orientadas a garantizar la inviolabilidad de las soberanías individuales.
Tiranía es el uso del poder público para violar los derechos de los individuos. Siendo individuales tales derechos, no es menos tiránico por democrático un gobierno mayoritario que excede sus límites –usurpando la soberanía que no corresponde a gobierno o mayoría alguna– y viola los derechos naturales de un individuo. Que el gobierno de uno viole los derechos de muchos, no es diferente al que el gobierno de muchos viole el derecho de pocos, o de uno. Que las víctimas sean más o menos que los criminales, no torna en justo lo injusto.
Al final, toda forma de tiranía es tácitamente democrática. Los gobernados soportan por acción u omisión la tiranía. Cuando la tiranía supera el límite de lo tolerable que recomienda a los prudentes no sustituir un mal menor por un conflicto más pernicioso que ese mal, la tiranía tiene los días contados.
Nos hemos acostumbrado a considerar Ley cualquier cosa que las asambleas de legisladores decreten, cumpliendo requisitos formales que previamente establecieron esas mismas asambleas. Así aceptamos que la voluntad del gobernante se haga Ley. Es el origen de gran parte de nuestros males.
Las Asambleas se crearon para dictar normas sobre la relación del gobierno con los ciudadanos, sobre el funcionamiento del gobierno como tal. Y algunas pocas de organización y buen gobierno. No para dictar leyes sobre la relación de los individuos entre sí. Ley ha de ser aquello que todos entendemos que es justo, incluso el que la viole.
Normas generales, que tiendan al mantenimiento de la paz social y al respeto de los derechos individuales, haciendo a todos iguales únicamente ante la Ley, emergen de la acción pero no de la voluntad o la inteligencia humana. Es selección adaptativa. Porque es descubrimiento y expresión de algo que en potencia está en la naturaleza de toda sociedad humana, aunque en unas evolucionó ampliamente y en otras no.
La necesidad de leyes justas que sean descubiertas y aplicadas por los jueces. Que sean coherentes entre sí y no otorguen privilegios a unos sobre otros. Y que tiendan más al mantenimiento y perfeccionamiento de un marco de justicia en el que todos y cada uno puedan perseguir sus objetivos y defender sus intereses más exitosamente. Eso es el derecho del que emanan las verdaderas leyes. Y es algo que la tradición de las culturas hispanoamericanas abandonó en el siglo XIX.
En justicia, la Ley no puede favorecer los objetivos o intereses particulares de unos sobre otros por preferencia del poder. Que el poder lo detente la mayoría no cambia el hecho de que cualquier ley que se haga con el objeto de favorecer el interés particular de unos sobre otros, es y será una norma injusta, contraria al derecho y en el sentido que tratamos, no puede considerársela ley.
La suma de tales normas injustas, basadas en el poder de imponer las opiniones particulares como leyes generales, ha causando una descomunal acumulación de poder y recursos en unos Estados tan desmedidos, como incapaces de cumplir limitadas funciones propias.
La necesidad de cambiar a fondo nuestras leyes, empieza por la necesidad de cambiar el fondo y la forma en que nos damos leyes. Porque en el marco jurídico actual, incluso en algunas de las más civilizadas sociedades contemporáneas, un gobierno dedicado exclusivamente a cumplir sus funciones naturales sería ilegal. Y nuestra civilización no sobrevivirá al que se impongan normas caprichosas por un proceso contrario de aquél del que emergieron las normas con las que surge y progresa la civilización misma.