El común de nuestros contemporáneos cree que hoy se profundiza la desigualdad y se extiende la pobreza por el mundo. Políticos, artistas, intelectuales, académicos y religiosos claman que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Es tema de recurrente actualidad en titulares de los grandes medios. Y es mentira. Hay hoy aproximadamente mil millones realmente pobres en un mundo de más de 7 mil millones. A mediados del siglo XX sumábamos cerca de 5 mil millones con 4 mil millones en la pobreza. En el siglo XIX parte de la humanidad logró por primera vez en la historia crecimiento poblacional y económico sin hambrunas y epidemias. La revolución industrial fue un crecimiento de capital, tecnología y productividad nunca antes visto. Pero de los mil millones de habitantes de aquél mundo, aproximadamente 950 millones no superaron la pobreza.
- Lea más: Desempleo, pobreza y costo de vida es lo que más preocupa al 77% de los nicaragüenses
- Lea más: Estalla el tabú en Argentina por madre con 17 hijos: ¿Es responsable por situación de pobreza?
Pese a la plata del potosí y el primer comercio global, no fue en el imperio de Carlos V sino en los países bajos que lo resistían donde comenzó todo. En el siglo XVII confluían en Holanda productivas costumbres institucionalizadas en manufactura, comercio y banca, con nuevas ideas sobre economía, política, derecho y ciencia. Para el siglo XVIII el fenómeno había enraizado en el Reino Unido y sus colonias de Norteamérica. Hoy se ha extendido en mayor o menor grado por todos los continentes. El enriquecimiento consecuente, en mucho o poco mejoró a casi toda la humanidad.
Deirdre McCloskey destaca que para 2010, el ingreso promedio diario en países tan diversos como Japón, Estados Unidos, Botsuana y Brasil se había elevado entre 1000 y 3000 por ciento respecto a 1800. En un par de siglos la humanidad creció y se enriqueció más que en toda nuestra historia. Las chozas se trasformaban en casas y las aldeas insalubres en ciudades modernas. Se superaron enfermedades epidémicas alcanzándose una expectativa de vida de 80 años. La mayor parte de los habitantes del planeta pasó de la ignorancia a la alfabetización.
En lugares otrora míseros como Irlanda, Singapur y Finlandia gentes relativamente pobres acceden hoy a comida, educación, vivienda y atención médica que sus ancestros ni soñaron. La desigualdad de riqueza e ingresos crece y decrece por momentos, con clara tendencia de caída a largo plazo. Hasta Piketty ha reconocido que la desigualdad de riqueza ha decrecido en promedio del siglo XIX al XXI. Más importante, la desigualdad del consumo entre los países, ha disminuido tanto o más que dentro de cada país. Desde 1978 en China y 1991 en la India, superaron la pobreza más millones de personas que población sumaba el mundo hace un par de siglos. Incluso en países desarrollados, contra lo que leemos en buena parte de su prensa, los salarios reales siguieron creciendo, aunque más lentamente que en el resto. No porque caigan salarios en países ricos, sino porque crecen menos rápidamente que en los pobres, la desigualdad entre países cayó en las últimas décadas.
La humanidad conoció guerra, saqueo, esclavitud y explotación por milenios. También propiedad y comercio. Pero propiedad y comercio prevaleciendo sobre violencia es algo reciente. No fue explotando a pobres, esclavizando primitivos y saqueando conquistados que emergió el capitalismo. La afortunada confluencia evolutiva de mejores ideas sobre libertad, propiedad y derecho empezó en occidente entre los siglos XVI y XVII con la nueva teología moral sobre la propiedad, el comercio, los pueblos y sus gobernantes, de Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Luis de Alcalá, Martín de Azpilcueta, Tomás de Mercado y Juan de Mariana, entre otros. Y junto con sus inesperadas implicaciones en la ciencia y tecnologías de producción, fundamentaron un pensamiento secular del siglo XVIII; la filosofía liberal de David Hume, Adam Ferguson, Adam Smith, Charles Louis de Montesquieu, John Adams, Alexander Hamilton y Thomas Jefferson, entre otros. Así se originó el mundo moderno.
El liberalismo nos hizo iguales ante la ley. Limitando al gobernante, nos hizo libres ante el Estado, la tradición y la opinión; y responsables de las consecuencias de nuestra acción. El resultado fue dinamismo y creatividad empresarial. Pero también temor a la libertad y envidiosas racionalizaciones de igualitarismo colectivista. La revolución inglesa, la revolución americana y la revolución francesa fueron los hitos en que nuevas ideas chocaron en campos de batalla con viejas formas. De la sangre derramada, las negociaciones, reacomodos y contradicciones surgió el mundo en que vivimos. No el mejor de los mundos posibles, sino el mejor que hasta ahora habíamos conocido.
Aunque la humanidad no ha dejado de progresar en el último par de siglos. Aunque miles de millones salieron de una miseria secular. Aunque las economías de mercado sean producto de la acción y no de la voluntad humana. Aunque las sociedades más libres sean las más prosperas y poderosas. Aunque la libertad tienda a prevalecer a largo plazo por selección adaptativa entre y dentro de las culturas. El camino de regreso del desarrollo y la prosperidad al atraso y la miseria es posible. La prosperidad de nuestro mundo no es independiente de los valores y costumbres que la crearon. Si se abandonan esos valores y costumbres. Si prevalecen ideas que únicamente producen miseria material y moral. Se destruye la riqueza, desaparece la prosperidad, se extiende la miseria y se pierde la libertad.
Mi país, Venezuela, cayó de economía desarrollada con uno de los mayores ingresos per cápita de las Américas y una de las divisas más solidas del planeta, a una inconmensurable miseria con abrumadora hiperinflación, en el transcurso de mi propia vida. En un mundo que se enriquece como nunca antes, tristes casos contrarios muestran que sin las ideas que hacen posible al capitalismo, no subsistirán sus frutos materiales, políticos y morales. Cuando malas ideas prevalecen en la academia, intelectualidad, medios y opinión, terminan por hacerse con el poder del Estado para demostrar que pueden ser más empobrecedoras que las más terribles guerras.