La semana pasada dedicaba una columna a la reducción global de la pobreza y las ideas que pueden regresarnos a la miseria. Esta semana debo profundizar en lo segundo. Enero nos trae, año a año, un terrible ejemplo de manipulación estadística y propaganda engañosa. El informe anual de Oxfam, que sea desmentido cada año, nunca fue o será noticia. Noticia son los titulares escandalosos sobre desigualdad y riqueza. Quienes le sirven de amplificador mediático, como quienes lo citan sin siquiera leerlo, carecen de interés en el razonamiento matemático que contradiga lo que quieren creer. Están dispuestos a negar la realidad para defender al socialismo. Socialismo que es su objetivo. No ha sido nunca y jamás será reducir la pobreza. Buscan excitar el resentimiento legitimando la envidia. Y lo logran.
Aunque se les muestre la falsedad y manipulación, quienes quieren creer las mentiras de Oxfam serán inmunes a toda evidencia. En su lucha contra la desigualdad buscan que los pobres sean más. Y más pobres. Justo en el magnífico momento de la historia en que está ocurriendo todo lo contrario en la mayor parte del mundo. Pero Oxfam recomendaba las políticas económicas del socialismo en Venezuela, alabándolas como un éxito de reducción de desigualdad. Políticas que no han variado. Que se han profundizado. Y han hecho de Venezuela uno de los pocos lugares del planeta en que la pobreza crece aceleradamente mientras la economía se desmorona en medio de la escasez. Un país antes prospero que hoy sufre la mayor hiperinflación del mundo. Y está al borde de la hambruna. Ese, no otro, es el modelo económico y social de Oxfam. Esas, no otras, son las primeras consecuencias de profundizar el socialismo. Peores son sus últimas consecuencias.
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Lo cierto es que en 1990 el 35% de la población global vivía en la pobreza extrema. Hoy, con más población global, los que están bajo la línea de pobreza extrema no superan el 10.7%. En la India hay hoy cien millones menos de pobres que en 1987, año en que en la República Popular China había 660 millones de pobres. En la actualidad hay 25 millones. Gracias a muy limitadas concesiones a la propiedad privada y el mercado en países como India y China. Gracias a una limitada, intervenida y frágil globalización. Millones han salido, y siguen saliendo, de la pobreza.
Pero Oxfam insiste en que el mundo nunca fue tan “injusto”. Afirman que “1% controla el 87% de la riqueza”. Y que “si las diez personas más ricas del mundo entregaran su riqueza no habría pobreza”. Y lo afirman en un mundo en que la pobreza se reduce rápida y sostenidamente con la expansión del capitalismo. En un tiempo en que los únicos lugares del planeta en que la pobreza no se reduce sino crece, son los últimos reductos del socialismo revolucionario. O escenarios de guerras. Hoy sabemos que un socialismo revolucionario en paz causa más destrucción económica que una guerra espantosa. La única manera de insistir en el socialismo como “solución” es aferrarse al envidioso problema falso de la desigualdad. Y distorsionar groseramente el problema real de la pobreza.
Contra las falsedades que afirman los propagandistas—abiertos o encubiertos—del socialismo, los capitalistas están exultantes con la caída de la pobreza y el crecimiento de la clase media a nivel global. Son más consumidores, con más poder de compra que implica más oportunidades de ganancias. Si los más ricos de la tierra fuera expoliados—objetivo real tras el eufemístico “entregaran”—la mayor parte de su capital simplemente desaparecería. Lo poco que restase no se invertiría en una economía de libre mercado capaz de multiplicarlo nuevamente, habría desaparecido tal economía con el expolio. Y aparte de improductivo, el poco capital expoliado restante tendría un valor muy inferior a las pérdidas que la desaparición de la economía de mercado inevitablemente causaría a todos y cada uno de los “beneficiarios” del reparto del botín. La historia del fracaso socialista es antigua, terrible y recurrente. Venezuela, a la que Oxfam proponía imitar—y donde vivo—ilustra bien el punto.
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El expolio de la riqueza únicamente ha ocasionado pobreza. La lucha contra la desigualdad causa pobreza. La reducción de la pobreza ocasiona desigualdad. Que todos salgan de la pobreza depende de incentivos para la acción de los pocos capaces de crear capital que el resto empleará para mejorar. Y esos pocos serán más, muchísimo más ricos. Sus descendientes heredaran riquezas. De invertirlas acertadamente las mantendrán. Si no las perderán. El capital de los ricos —y el de los pobres, incluso cuando se limita a brazos e intelecto—únicamente obtiene beneficios y crece cuando se invierte, directa o indirectamente, en producir lo que las personas demanden. No son correlativas desigualdad e injusticia, explicaba recientemente el Nobel de economía Angus Deaton. Los países con mayor libertad económica disfrutan las mayores rentas per cápita. Y mayores niveles de libertad, seguridad, prosperidad y paz. Algo que saben incluso los propagandistas de la destrucción envidiosa de la riqueza. Como saben que lo que ellos proponen únicamente ocasiona miseria material y moral. Pero no les importa.
Muchos creen que únicamente en la miseria se lograría la igualdad, y—cuidándose de admitirlo—buscan realmente esa igualdad en la miseria. Son los que recubren su inviable igualitarismo de falsa espiritualidad y/o ecologismo. Otros, entienden que se trata del totalitarismo. Totalitarismo que únicamente imperará sobre masas misérrimas. Pero incluso, quienes los critican pierden de vista que en esa masiva pobreza la desigualdad sí existirá. Y ahí sí que será producto de explotación y violencia. Buscan conducirnos a la miseria en nombre de una igualdad inalcanzable. Por eso Oxfam aplaudía que Venezuela se preparase hace ocho años para un definitivo salto a la miseria. Aplaudían la destrucción masiva de riqueza, el reparto populista del botín, y la futura miseria generalizada sobre la que reinaría el totalitarismo. Y sabían bien lo que aplaudían.