“No odio a los comunistas por su tonto sistema económico y su absurda doctrina de una igualdad imposible. Los odio por el terrorismo sangriento y devastador que practican en cada tierra que arruinan, único medio por el que su régimen criminal puede mantenerse en el poder”, afirmó Winston Churchill.
El gran estadista conservador británico denunció “la cortina de hierro” para despertar a occidente de la complacencia con que el socialismo moderado y democrático –prevaleciente en los grandes partidos, incluidos los que no se denominaban socialistas– observaba el avance del totalitarismo soviético en Europa Oriental. Junto a su agitación y propaganda en Asia, África e Iberoamérica.
Ese terrorismo sangriento y devastador era, y sigue siendo, inseparable del absurdo sistema económico del socialismo revolucionario. El de los que recuperaron para sí mismos y su muy vieja idea, el no menos viejo calificativo de comunistas, diferenciándose de los demócratas socialistas. Todos admitían buscar el control “de la colectividad” sobre los medios de producción, eliminando la propiedad privada para imponer, de una u otra forma, un sistema económico intrínsecamente inviable.
Hoy la izquierda en común tiene únicamente su hipócrita y cómplice doble moral. Falsa moral que se reduce a envidia. Y aplauso de todo mal en nombre del supuesto bien supremo revolucionario. Falsa moral que explica por qué, en la medida de lo posible, esos otros socialistas a los que no odiaba Churchill ocultan, niegan, minimizan y justifican el terrorismo que sí odiaba. Todo individuo o grupo que se considere de izquierda, se auto exculpa con falsa superioridad moral de sus propias e hipócritas miserias, por asumir –en mayor o menor grado– un apoyo –activo o pasivo– al totalitarismo revolucionario presente. Y de moda. Limitando al lamento por tragedias (tragedias es su eufemismo para referirse al criminal exterminio de “clases enemigas”) a socialismos pasados, colapsados. Y demodé.
Virtud del socialismo democrático no es ser, siquiera tácticamente, moderado. Ni que entre socialistas moderados, forzados al enfrentamiento nacional y/o internacional con el socialismo revolucionario, de entre los inermes por complicidad ideológica, ocasionalmente alguno diera la batalla– e incluso la ganara. Lo único bueno del socialismo democrático, del que se limita al redistributivo Estado del bienestar como fin último, (y en menor grado del que mantiene su objetivo totalitario mediante el juego electoral y la política redistributiva como medios tácticos) es que pierdan el poder pacíficamente. Y cuendo de mala gana lo entreguen observar –sin que su violenta oposición llegue a revolucionaria– desmontarse lo que avanzaron hacia el socialismo.
La gran estadista conservadora británica Margaret Thacher, recuperó –contra una violenta pero no revolucionaria oposición socialista– al Reino Unido del borde mismo del subdesarrollo. Al que llegó bajo el socialismo laborista.
Revoluciones socialistas que tomaban el poder por la fuerza, y que por el terror lo retenían, por la fuerza eran derrotadas más temprano que tarde. Del siglo XVI al XIX tomaron y perdieron el poder efímeras revoluciones comunistas. Únicamente en el siglo XX logró sostenerlo a largo plazo una revolución socialista. Siglo en que, poco después de aquélla sangrienta revolución bolchevique, llegaran otros socialistas al poder democráticamente.
Socialistas demócratas (intencionalmente o no) despejan camino al totalitarismo socialista. Su programa –incluso en la diluida versión del meramente redistributivo Estado del bienestar– incrementa el poder del Estado sobre las personas estableciendo relaciones de dependencia que cambian los incentivos económicos. Crean una dinámica auto sostenida de mayor intervención y dependencia con menor rendimiento económico. De no revertirla a tiempo, alcanzará niveles de empobrecimiento material y moral con que se impondrá el socialismo totalitario.
El punto de no retorno en el camino de servidumbre
Hayek lo advirtió en la temprana post guerra con su polémico libro, Camino de Servidumbre. Puede suceder en cualquier parte. Donde la idea socialista tenga propagandistas intelectuales la libertad peligra. Los socialistas prevalecen en la cultura. Propagan el falso peligro de enemigos míticos o legendarios. Pasan por gigantes terribles a imaginarias fantasías. Y a pigmeos dispersos e insignificantes. Ocultan así que son ellos mismos –en una u otra forma– el único poderoso peligro totalitario al acecho, de mediados del siglo pasado a nuestros días.
La pregunta sería ¿cuál es el punto de no retorno? O en otros términos: por qué en sociedades en que gobiernos socialistas nacionalizaron las industrias estratégicas, estableciendo la planificación central, luego se deshizo –en relativa paz– aquello democráticamente. Y se reprivatizaron los medios de producción, restableciendo la economía de mercado y retomando el camino de la prosperidad. Por qué otras sociedades en que la idea socialista moderada del redistributivo Estado del bienestar, tempranamente implementada con apoyo popular e intelectual, desmontaron eventualmente aquello para restablecer incentivos de mercado. Tan silenciosamente se hizo que siguen siendo falsamente citados como “socialismos”. Mientras otras sociedades que llegaron al socialismo de forma relativamente pacífica, quedaron pronto atadas de manos sin posibilidad de abandonarlo democráticamente.
Depende de instituciones. De tradiciones. Un empobrecedor sistema mercantilista de privilegios que jamás llegó a economía de libre mercado, con un corrupto sistema político autoritario –sea dictadura abierta o democracia sin Estado de Derecho– se deslizará al totalitarismo socialista sin retorno más rápidamente que un Estado de Derecho con larga tradición de límites al poder y prolongado ejercicio de pesos y contrapesos.
Por sus tradiciones institucionales llegaron primero a la prosperidad de la economía de mercado, británicos y escandinavos. Luego coquetearon con el socialismo sin caer en el totalitarismo. Su punto de no retorno existe. No lo pasaron. Y tomaron el camino de regreso. Su ventaja es que para ellos está más lejos que para sociedades que adolecen de una institucionalidad fuerte para limitar y dividir el poder. Como las hispanoamericanas. Para nuestra desgracia. Y el mayor peligro es que quienes no lo sufran en carne propia, se negarán a creerlo hasta que sea tarde.