Qué tan lejos está la mayor parte de nuestros contemporáneos de aquellos serviles defensores del absolutismo que, en la España del siglo XIX, adoptaran en sincero lema de ¡vivan las cadenas! Me temo que mucho menos de los que nos gusta creer.
Si bien gran parte de la humanidad disfruta hoy de mayor libertad de la que jamás hubiera conocido nuestra especie en sociedad o tiempo alguno. El orden social contemporáneo se divide entre aquellas sociedades cuya actividad política y legislativa pareciera reducirse al enfrentamiento de grupos de interés luchando por imponer unas u otras restricciones arbitrarias a la libertad.
Gracias a irresponsables mayorías democráticas bajo la influencia de tan minoritarios como efectivos intereses concentrados. Y aquellas otras —todavía más desafortunadas— que sufren diversos grados y tipos de autoritarismo o totalitarismos —incipientes o consolidados— sin mayores sutilezas.
Aunque gran parte de la humanidad está sujeta hoy a menos restricciones arbitrarias a su libertad que en el pasado. Ni es muy evidente que la comprendan o valoren la abrumadora mayoría de quienes la disfrutan —más justo sería decir que por acción u omisión hacen todo lo que está en su poder para ser menos libres de lo que son. Es claro que la abrumadora mayoría de nuestros contemporáneos son completamente incapaces de reconocer lo extraordinario de su situación. Y no se podría seriamente sostener que la mayor parte de las personas que habitan la tierra aspiren realmente a la libertad. Muy por el contrario añoran la servidumbre —no por lo que realmente es— sino como un opiáceo sueño irreal.
La existencia misma de la civilización fue resultado involuntario e imprevisible de miles de millones de mentes creativas interactuando, cada cual por sus propios fines. Y ajustándose creativamente a los de los demás a lo largo de innumerables generaciones.
Que el mayor progreso material y moral se alcance siempre en las sociedades más libres, nos señala que la libertad es consubstancial a la propia civilización. Y es fuente inconmensurable de descubrimiento, progreso y cambios imprevisibles en todos los órdenes. Es la incertidumbre la única certeza constante.
Pero la mayor parte de la humanidad –pobre o rica– abrumada por esa incertidumbre del futuro se empeña en una ilusión de seguridad sin futuro. Entre otras cosas, porque confundidos entre la primitiva moral por la que se guiaron nuestros lejanos antepasados viviendo en pequeños grupos por cientos de miles de años. Y la moral impersonal que hace posible la civilización a gran escala. Caemos fácilmente en el espejismo engañoso del ideal moral impracticable.
Quienes se empeñan en creer que la historia ofrece comprobaciones empíricas suelen obviar que todos los esfuerzos serios por imponer la ética del altruismo en el orden social condujeron a totalitarismos criminales e infernales. Para ser pronto derrotados. O a largo plazo colapsar bajo el peso de su intrínseca inviabilidad evolutiva. Empeñados en no ver lo que realmente resulta de dar, activa o tácitamente, validez de premisa moral universal al auto-sacrificio individual al colectivo. Norma moral del colectivismo. Causa de su inviabilidad en civilización. Y base de la hipócrita y torcida moral socialista.
Esa falsa moral se relaciona irreflexivamente con intuiciones morales primarias, tan erradas como profundas y primitivas. Cómo pudiéramos aceptar sino, que el daño auto infligido en aras de un bien ajeno inevitablemente fallido, sea una medida de bondad o rectitud. O que la auto-preservación, el amor propio y la búsqueda de la felicidad —en la subjetiva expresión y desarrollo de las preferencias y talentos personales, con tolerancia por los del resto— vengan a ser para muchos, medidas de malignidad y depravación moral. Así es como se denomina tolerancia a la más fanática intolerancia.
De la idea de los vicios privados como virtudes públicas de Mandeville. O la del egoísmo ilustrado de Tocqueville —quien tuvo la perspicacia de ver como el ideal de la igualdad tenía el potencial de transformar la democracia en tiranía— A la virtud del egoísmo racional como fundamento del edificio ético objetivista de Rand. No han faltado quienes identificaran de una u otra forma la clave del problema. Rand fue quien más insistió en que la pretensión de una moral impracticable terminará en la justificación de cualquier práctica inmoral. Afirmaba que:
“…si se comienza por aceptar “el bien común” como un axioma y se considera el bien individual como una consecuencia posible, aunque no necesaria (no necesaria en cualquier caso en particular), se termina con un absurdo tan espantoso como el de la Unión Soviética, un país que declara a todas voces dedicarse al “bien común”, mientras la totalidad de su población, con la excepción del pequeño grupo gobernante, se ha debatido por más de dos generaciones en una miseria subhumana. ¿Qué hace que las víctimas y, peor aún, los observadores, acepten esta y otras atrocidades históricas similares, aferrándose al mito del “bien común”? La respuesta se encuentra en la filosofía, en las teorías filosóficas que tratan sobre la naturaleza de los valores morales.”
¿Quién en su sano juicio podría negarlo? Pues cualquiera empeñado en creer que por una entelequia insubstancial disfrazada de “bien común” deba defender y pretender una ética del auto-sacrificio sin fin. Falso mensaje moral de una intelectualidad incapaz. Toda razonable definición de bien común será completamente distinta y distante de eso. Pero eso, no otra cosa, es lo que por “bien común” se vende hoy a las mayorías.
Sacrificio inútil, culpa insensata e hipocresía moral. Que finalmente conducen a la destrucción material y moral del orden social. Ese es el resultado de rechazar la avanzada moral impersonal y razonable de la civilización. De pretender imponerle la moral primitiva de nuestros salvajes antepasados lejanos. Y de imponer para ello un ideal moral impracticable. La destrucción es el único fruto de esa semilla. Y no se obtendrá otro fruto mientras se insista en la misma semilla.