Marx rechazó radicalmente los Derechos Humanos en uno de sus textos más reveladores. Publicado en 1844 en Los Anales Francoalemanes, Zur Judenfrage, o Sobre la cuestión judía; ataca ferozmente al concepto mismo de Derechos Humanos. Y revela el antisemitismo de alguien de origen judío, como Marx –paradoja que no trataré aquí, sino en una futura columna–.
Claro que los Derechos Humanos que rechazó Marx fueron los reconocidos entonces en las declaraciones, estadounidense y francesas. Y como me suele recordar la Profesora Andrea Rondón, mucha doctrina jurídica reciente excluye de los Derechos Humanos el de propiedad. Replanteándolos como Marx reclamaba.
Para el profeta de “la historia”, los Derechos Humanos serían un antisocial soporte al hombre egoísta. El concepto mismo de Derechos del Hombre, sería –para Marx– la inaceptable pretensión del derecho superior del hombre, como individuo, ante la sociedad, como comunidad política. Y Marx usa “el hombre” en sentido negativo para referirse a lo individual. Y privado. Pero emplea “el hombre” en un sentido –para él positivo– colectivista, al referirse a la especie como sujeto autoconsciente de una emancipación, que paradójicamente exigiría sojuzgar a todos y cada uno. En sus propias palabras:
“Los droits de l’homme, los derechos humanos, se distinguen como tales de los droits du citoyen, de los derechos cívicos. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen? Sencillamente, el miembro de la sociedad burguesa. ¿Y por qué se llama al miembro de la sociedad burguesa “hombre”, el hombre por antonomasia, y se da a sus derechos el nombre de derechos humanos? (…) Por las relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa (…) Registremos, ante todo, el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos (…) del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad. (…) Lejos de concebir al hombre como ser a nivel de especie, los derechos humanos presentan (…) la vida de la especie como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia”.
Y no es que para Marx los derechos verdaderos serían exclusivamente políticos –derechos del ciudadano como parte, y en función, del cuerpo social–. Totalitaria voluntad del pueblo de Robespierre, que Marx comparte. Sino que Marx es hegeliano. Y para Hegel el hombre dejaría de existir en cuanto individuo para existir como miembro de la comunidad políticamente organizada. Por consecuencia, sus derechos serían exclusivamente los funcionales al interés de la comunidad políticamente organizada.
Así, a Marx le asombra y escandaliza –aunque lo “explicará” luego en el mismo texto, con su dialéctica material de la historia– que precisamente los franceses creasen un tipo de derechos que serían barreras a la voluntad política colectiva. No admite el derecho a una esfera privada protegida ante el poder político. Y ve en lo político la primera –aunque incompleta– expresión del hombre, como colectivo. Así dice:
“misterioso el que un pueblo que comienza precisamente a liberarse, que comienza a derribar todas las barreras entre los distintos miembros que lo componen y a crearse una conciencia política (…) proclame solemnemente la legitimidad del hombre egoísta, disociado de sus semejantes y de la comunidad (Déclaration de 1791) y más aún, que repita ésta misma proclamación en un momento (…) en que el egoísmo debe ser castigado como un crimen (Déclaration des droits de l’homme, etc, de 1795). Pero (…) más misterioso cuando vemos que los emancipadores políticos rebajan incluso la ciudadanía, la comunidad política, al papel de simple medio para la conservación de estos llamados derechos humanos; que por tanto, se declara al citoyen servidor del homme egoísta, se degrada la esfera en que el hombre se comporta como comunidad por debajo de la esfera en que se comporta como un ser parcial; que, por último, no se considera como verdadero y auténtico hombre al hombre en cuanto ciudadano, sino al hombre en cuanto burgués”.
Marx aspira al totalitarismo. Una sociedad política –que para él empieza a existir en cuanto tal, en el Estado moderno– que abarque absolutamente todo, gobernando la esfera intima de cada individuo. Una sociedad que no podría admitir derechos que protejan al individuo de un poder al que entiende como la única razón de ser de todos y cada uno. También de Hegel tomó Marx la idea del Estado moderno –único capaz de materializar realmente al totalitarismo– como única expresión verdaderamente política de la comunidad. Lo que Mussolini resumió en la consigna: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”.
A Marx le ofende tanto la idea de la libertad que la constitución francesa de 1701 reconoce como “el poder que tiene el hombre de hacer todo lo que no perjudique los derechos de otro” que indignado la denomina “libertad del hombre en cuanto nómada, aislada y replegada sobre sí misma”. Sin embargo, aunque su totalitarismo derive de Hegel, hay que recordar que la mal llamada “sociedad racional” de Hegel sería un totalitarismo muy jerárquico. Marx es otro tipo de utopista. Un heredero de revolucionarias herejías comunistas medievales y renacentistas. Un místico de los más primitivos mitos, autoproclamado “científico” portador del futuro, cuyo totalitarismo pretende realmente diluir la individualidad creando un ser-especie. Alguien que realmente cree que:
“Solo cuando el hombre real, individual, reabsorba en sí mismo al abstracto ciudadano y (…) exista a nivel de especie en su vida empírica (…) cuando, habiendo reconocido y organizado sus propias fuerzas como fuerzas sociales, y así no se separe de sí la fuerza social en forma de fuerza política; sólo entonces, se habrá cumplido la liberación humana”.
Pero el hombre nuevo que emergió del totalitarismo marxista no fue el profetizado. Fue lo contrario. Y en todos y cada uno de sus totalitarismos reales, los marxistas revolucionarios materializaron más de los sueños jerárquicos de Hegel, que de las alucinaciones igualitaristas de Marx.