En medio de la hiperinflación y severa escasez que impera en Venezuela, para cualquiera del más de 90% de venezolanos hundidos en la pobreza por el socialismo –apartando miserias e incertidumbre de largas filas y deleznable calidad de lo que se obtenga del multifacético racionamiento–, ver ocasionalmente un producto de nuestro gusto en algún fantasmagórico comercio, a duras penas abierto, suele terminar en la desagradable constatación del empobrecimiento al que nos redujeron un par de experimentos socialistas sucesivos.
Por un lado, porque no es común encontrar a la venta lo que uno quisiera – cada día son más las veces que no hay en relación a las que sí–. Por otro lado, porque lo poco que hay en oferta es vendido a precios que cubren su coste de reposición, en una cada vez más miserable economía hiperinflacionaria, con los costes agregados de la exponencial corruptela y las inconmensurables distorsiones propias del socialismo. Y claro, eso significa que lo que en cualquier lugar normal cuesta dos dólares, aquí sería irracional venderlo a menos de 10 –al tipo de un mercado negro que sube a un ritmo hiperinflacionario menor al de casi cualquier otro precio– porque hay inflación y hay carestía, juntas y revueltas.
La inflación es resulta de la desvalorización de un dinero que, para cubrir el déficit del gasto de políticos y burócratas, se emite en exceso –y a velocidad hiperinflacionaria puede terminar en la desmonetización–. La carestía refleja escasez de productos; y, apartando peculiaridades que en sociedades prósperas causen carencia relativa de productos y servicios específicos, en economías pobres es ocasionada por interferencias gubernamentales que van desde controles de precios a la planificación central, incrementos insostenibles del costo de operación formal por impuestos, regulaciones, multas, extorsión formal e informal de las autoridades, incautaciones y persecución al comercio y la industria. Todo eso, llevado a sus últimas consecuencias, termina en hambrunas.
Con esa fatal combinación, los costos de reposición en Venezuela son escandalosamente altos. A todo esto, debe agregarse que el riesgo de invertir bajo el gobierno del crimen organizado exige ganancias enormes.
Intente explicárselo a cualquier idiota reclamando una mítica especulación maligna ante cualquier precio, porque “eso cuesta dos dólares” y notará que no quiere escucharle, que le molesta profundamente el desafío a su contrafactual y autodestructiva filosofía del mundo,de la moral y de la economía. Y es sobre esa idiotez intelectual, compartida por académicos e ignaros, extendida y legitimada por políticos, periodistas, escritores, artistas, docentes y sacerdotes, que se ha construido nuestra desgracia. Pero ni en el infierno cambian los idiotas, condenándonos a todos a permanecer en él.
Ofendido por su ridículo discurso, le respondía hoy a un típico idiota –sin calificarle de lo que es– que su forma de pensar es lo que ocasionó nuestro desastre. Me ripostaba que “no era yo quien le daría clases”. Muy cierto, pues como le aclaré, es completa y totalmente incapaz de aprender, porque se aferra a absurdos en los que se empeña en creer. Porque cuando ve y sufre hechos que refutan sus absurdas creencias los “explica” en los míticos términos de las mismas.
El peligro de una mayoría de idiotas lo trató con humor Cipolla, que definía al idiota como el dispuesto a dañar a otros al coste de sufrir daño sobre sí mismo. Él sabía que en la envidiosa mente del idiota el valor subjetivo de disfrutar el daño ajeno supera al coste subjetivo de sufrirlo en carne propia. Pero, con toda razón, despreciaba –y ridiculizaba– esa valoración subjetiva, especialmente por los efectos agregados de la prevalencia de la misma en una sociedad: la destrucción de los fundamentos institucionales del mercado sin los que desparece la cooperación social. Y concluye la paz de la civilización.
Todos hacemos tonterías, está en la naturaleza humana lo de adoptar conductas más o menos imbéciles alguna que otra vez. Entre las mías destacaría la de hablar ocasionalmente con idiotas como si fueran capaces de entender. No lo son porque no quieren, no porque no puedan– aunque la mayoría ciertamente no podría, les falta el conocimiento y la información para explicarse la realidad social como realmente es–. Simplemente no desean adquirir ese conocimiento para interpretar con él información que pudieran fácilmente adquirir. Prefieren aferrarse a la mentira y la desinformación.
La ignorancia se soluciona adquiriendo conocimiento. Aunque todos –incluyendo a los más sabios– somos en mayor o menor grado inevitablemente ignorantes por la mejor razón posible (la inconmensurable cantidad de conocimiento que se ha descubierto desde que existen civilizaciones está mucho más allá de la capacidad de una persona) podemos elegir en qué no ser ignorantes. Serlo sobre aquello que afecta inevitable e inmediatamente nuestras vidas, y sobre lo que incidimos para bien o mal propio y de los demás, querámoslo o no, es moralmente irresponsable. Aferrarse emocionalmente al error y proclamarlo “ético” pese a sus destructivos efectos conocidos, es un crimen moral.
Únicamente idiotas y malvados se aferran al crimen moral. Por eso el socialismo es, entre otras cosas, hegemonía numérica y cultural de los idiotas y su idiotez. Una hegemonía sobre la que imperan los malvados, no los idiotas que los elevan. Entendamos que idiotez no es ignorancia. Sufrimos los efectos de la idiotez intelectual, titulada y académica, prestigiosa, enriquecida, reconocida e informada, pagada de sí misma, e intelectualmente bien entrenada para justificarse, extenderse y destruir material y moralmente sociedades enteras para luego señalar que “no fue su culpa” e incluso que eso “no era socialismo”. Contra eso, incluso el día que logremos salir del totalitarismo y de la miseria en la que nos han hundido, contra algo inmune a la realidad misma, ¿qué debemos hacer?