Justicia social es un tópico que abarca desde la filosofía política, economía y sociología a la conversación coloquial y la propaganda política. En realidad, se trata de una promesa vacía de campañas electorales; una excusa del poder para justificar cualquier intervención política en la vida y en las propiedades de los ciudadanos.
Es un concepto extraño. Sería imposible una justicia que no sea social, la justicia se concibe única y exclusivamente entre los hombres. No hay justicia o injusticia alguna entre el hombre y lo no humano con que interactúa (aunque algún filósofo moral pretenda reclamar la injusticia de la naturaleza y otro proclamarla fuente suprema de la justicia, fuera de la sociedad humana no hay justicia o injusticia).
Debería alertarnos que esa esquiva justicia “social” sea administrada por políticos y burócratas más que por jueces o tribunales. Asimismo, debería también alarmarnos que los políticos y burócratas que la administran nunca expliquen qué entienden por “justicia social”, que se limiten a nociones triviales como “mejorar las condiciones de los desfavorecidos”. Su terminología sin significado preciso, como el “bienestar social”, no define a qué se refieran realmente.
Justicia social es un rótulo grandilocuente para la injustificada e impracticable, pero generalizada e ingenua creencia según la cual “el gobierno debe poner remedio a todas las miserias, de cualquier especie que sean”. Y no porque falte un significado un tanto más estricto. El que aterriza el etéreo concepto de justicia “social” en una justicia distributiva (realmente redistributiva en su objetivo de transferir compulsivamente recursos de unos a otros) cae en una creencia primitiva, un resentimiento envidioso que proclama que todo ingreso logrado en el libre mercado –un sistema descentralizado de decisiones, basado en acuerdos e intercambios libres y voluntarios– sería injusto de una u otra forma. Y, además, que al poder político correspondería la obligación de corregir tales resultados indeseables mediante una redistribución adicional compulsiva.
Esta primitiva envidia no soporta que algunos tengan más de lo que “merecen”, al menos según los estándares del resentido.
En un orden espontáneo evolutivo e impersonal como el de mercado, podemos ver fallar a los buenos y prosperar a los malos. El mercado, como proceso, no premia otra cosa que ofrecer más eficientemente al público lo que desea, algo a lo que se puede llegar tanto por trabajo, esfuerzo y talento, como por accidente e incluso por contubernio y trapacería. Los resultados no se corresponden, sino incidentalmente, con algún criterio de mérito intelectual, esfuerzo o sacrificio.
Friedrich Hayek advirtió los peligros de ese falaz concepto concepto para una sociedad de hombres libres. Su argumento se podría resumir en que los teóricos de la justicia social no comprenden el orden de mercado como un proceso impersonal, espontáneo y evolutivo, en el que los resultados emergentes serán producto “de la acción pero no de la voluntad” de los hombres. Es un proceso de auto-ordenación por selección adaptativa que no está atado a ninguna específica jerarquía de objetivos previamente establecidos.
El orden de mercado no hace que las remuneraciones sean proporcionales a la habilidad, al esfuerzo o cualquier otro criterio, a menos que aquellos condujeran al éxito circunstancial en satisfacer los deseos de los consumidores. El orden de mercado depende completamente la supervivencia misma de la humanidad con la población actual. Aplicar realmente la justicia social significaría abolir este proceso impersonal para suplantarlo por alguna autoridad que coercitivamente aplique un arbitrario modelo de distribución por algún criterio considerado justo, destruyendo lo único que permite la supervivencia de miles de millones de seres humanos.
En la filosofía política –o moral– existen diversas teorías de la justicia. La mayoría sostienen, de una u otra forma y en mayor o menor grado, la primitiva creencia de que los ingresos bajo el libre mercado son distribuidos injustamente, o que hay un problema de “justicia social” en la libertad económica. Superando tal atavismo, afirmó el filosofo Robert Nozick que “el mercado, por su propia naturaleza, es neutral respecto al mérito intelectual. Si el mérito intelectual no es recompensado del modo más elevado, eso será por culpa, si hubiese culpa, no del mercado sino del comprador, cuyos gustos y preferencias se expresan en el mercado. Si hay más gente dispuesta a pagar por ver a Robert Redford que por escucharme dando una conferencia o por leer mis escritos, ello no implica una imperfección del mercado”.
En “La Fatal arrogancia”, obra en que se explica el socialismo como un error de hecho sobre la manera en que la información de la que depende la civilización surge y se emplea en la misma, señaló Hayek que “si antaño (…) alguien hubiera podido (…) imponer sobre sus semejantes determinados criterios de justicia basados en la igualdad o el merito (…) la sociedad civilizada no habría llegado a aparecer. Un mundo rawlsoniano jamás llegaría a la civilización, ya que reprimir las diferencia, paralizaría la posibilidad de nuevos descubrimientos.”
El mercado es un proceso impersonal ajeno a la categoría de fin, sin la cual el concepto de justicia carece de significado. No es ni justo ni injusto. Pero, como agregaba Hayek, “pueden los intelectuales seguir empecinados en el error de creer que el hombre es capaz de diseñar nuevas y más adecuadas éticas ‘sociales’. En definitiva, tales ‘nuevas’ reglas constituyen una evidente degradación hacia módulos de convivencia propios de grupos humanos más primitivos, por lo que son incapaces de mantener a los miles de millones de sujetos integrados en le macro-orden contemporáneo”. El asunto es que aquello que al final no lograría otra cosa que la pobreza y la muerte de la mayor parte de la humanidad, no es justo, ni social, ni civilizado.