El caballo de Troya del que depende el socialismo para resurgir tras sus descomunales y criminales fracasos es la apropiación de la ética por la intelectualidad izquierdista, descrita por Armando Rivas en su libro “Entre la libertad y la servidumbre”. El efecto depende de la medida en que los propios liberales —y conservadores— que rechazan el socialismo compartan inconscientemente aquella pseudoética inmoral.
Que sea soporte del socialismo —un sistema criminal e inviable— es más que suficiente para sospechar. De hecho, esa pseudoética, como el propio socialismo, parte de un error de hecho y por ello es sencillamente impracticable. Aunque sea muy anterior a lo que hoy llamamos socialismo, la ética del personal auto-sacrificio en favor del colectivo bien ajeno, es hoy la pseudoética del socialismo en sentido amplio, rechácese tal ética y no le quedará al socialismo otro argumento para justificar los crímenes de su interminable serie de experimentos sociales fallidos que la cruda y ancestral envidia.
Suelo insistir en que para quienes creen que la historia nos dio comprobaciones empíricas, debería ser ilustrativo que todos los intentos de imponer coherentemente la ética del altruismo en el orden social condujesen a totalitarismos criminales e infernales. Pero no lo será en la medida que se conceda, activa o tácitamente, validez universal a la obligación permanente de sacrificio individual al colectivo.
Obviamente parten de intuiciones morales primarias muy primitivas. ¿Cómo pudiéramos aceptar, si no, que el daño autoinfligido en aras de un bien ajeno inevitablemente fallido, sea una medida de bondad o rectitud? Peor incluso, ¿que la autopreservación, el amor propio y la búsqueda de la felicidad, en la subjetiva expresión y desarrollo de las preferencias y talentos personales, vengan a ser medidas de malignidad y depravación? Pues única y exclusivamente por el reclamo de la más primitiva intuición moral, la que compartimos con otros primates, el igualitarismo ancestral del que nace el resentimiento envidioso.
Si se admite tal “ética”, la civilización sería una paradoja moral. Es lo que subyace en la idea de vicios privados como virtudes públicas de Mandeville, o el egoísmo ilustrado de Tocqueville —quien tuvo la perspicacia de adelantar que el ideal de igualdad tenía el potencial de transformar la democracia en tiranía— y en la virtud del egoísmo racional como fundamento del edificio ético objetivista de Ayn Rand.
Rand fue quien más insistió en que la pretensión de una moral impracticable terminará en la justificación de cualquier práctica inmoral: “si se comienza por aceptar “el bien común” como un axioma y se considera el bien individual como una consecuencia posible, aunque no necesaria (no necesaria en cualquier caso en particular), se termina con un absurdo tan espantoso como el de la Unión Soviética, un país que declara a todas voces dedicarse al “bien común”, mientras la totalidad de su población, con la excepción del pequeño grupo gobernante, se ha debatido por más de dos generaciones en una miseria subhumana. ¿Qué hace que las víctimas y, peor aún, los observadores, acepten esta y otras atrocidades históricas similares, aferrándose al mito de una bondad última tras todo ese mal? La respuesta se encuentra en la filosofía, en las teorías filosóficas que tratan sobre la naturaleza de los valores morales”.
¿Quién en su sano juicio podría negarlo? Pues cualquiera empeñado en creer que por un evidentemente mítico bien último y transcendente —siempre inaccesible por siempre futuro— deba sostener la ética colectivista del autosacrificio individual permanente a fines “colectivos”. Después de todo, es el hipócrita mensaje “moral” que coinciden en exigir a otros —y no practicar ellos mismos— la abrumadora mayoría de artistas, intelectuales, políticos y religiosos de nuestros tiempos.
Sacrificio inútil, culpa insensata e hipocresía moral es lo que resulta de una ética impracticable. Y lógicamente el totalitarismo, genocidio y destrucción material y moral inconmensurable, ha sido el resultado histórico de colocar el horizonte ético en un primitivo anhelo ancestral que en la civilización deja de ser una intuición moral para transformarse en un vicio inmoral.
Hayek explicaba en “Derecho, legislación y libertad” que las intuiciones morales en que se sustenta el orden primitivo de los pequeños grupos chocan con la evolución moral de la que emerge la civilización porque: “este conflicto entre lo que los hombres todavía emotivamente sienten y la disciplina de unas normas imprescindibles a la sociedad abierta es ciertamente una de las causas fundamentales de lo que se ha dado en llamar la ‘fragilidad de la libertad’: todo intento de modelar la gran sociedad a imagen y semejanza del pequeño grupo familiar, o de convertirla en una comunidad en la que los individuos se vean obligados a perseguir idénticos fines claramente perceptibles, conduce irremediablemente a la sociedad totalitaria”.
El objeto ético del hombre es la persecución de su propia felicidad, no como producto del simple disfrute de los sentidos, sino del desarrollo de su potencial intelectual, material y moral. Y es para alcanzar sus propios fines —en paz con los demás y su propia conciencia— que el individuo debe respetar la evolutiva tradición moral civilizada que le permite cooperar con extraños que no llegara a conocer, limitando ancestrales intuiciones morales a pequeños y cohesionados grupos que —como la propia familia— prosperan en la civilización más y mejor que el mundo primitivo.
No carece de poderosas intuiciones morales universales la tradición moral del individualismo, la tolerancia y la paz sobre la que articular una ética coherente y perfectamente practicable. Del que sea aquella la que adoptemos en las más influyentes culturas, en lugar de la pseudoética del colectivismo, el totalitarismo y la violencia que tanto influye todavía incluso en las sociedades más libres, depende el futuro de la humanidad.