Hace ya 40 años que un CEO de un gran banco estadounidense escuchó sobre una ciencia de la complejidad que investigaba el disruptivo orden emergente en el caos aparente. Aquello le sonó sospechosamente similar a una crisis financiera. Y hasta donde él sabía, no había en la economía establecida una teoría aceptada capaz de explicarlas.
Su banco financió un seminario del Instituto de Santa Fe –la institución que había iniciado investigaciones interdisciplinarias de lo que consideraban sus fundadores el nuevo paradigma de la complejidad– y reuniendo físicos y economistas, encabezados por el Nobel de Física Philip W. Anderson y el de Economía Kenneth Arrow.
Intercambiaron explicaciones sobre avances y métodos en física y economía. Eminentes economistas explicaban a eminentes físicos todo sobre su teoría del equilibrio, agentes perfectamente racionales, fines y medios dados, carencia de fundamentación de la macroeconomía en la microeconomía. Y de que no les importaba el realismo de los modelos sino su supuesta capacidad predictiva –a la que la estadística, tomada en serio, deja por los suelos–.
Los físicos bien sabían que la teoría cuántica que había cambiado dramáticamente su comprensión de la realidad subatómica y la teoría de la relatividad que había hecho otro tanto por la del cosmos tenían incompatibilidades, lo que conduciría a superar las propias teorías de una u otra forma para solucionar lo que tenían de incompatible. De hecho, ya estaba ocurriendo. Y sigue ocurriendo. Eso siempre ocurría cuando un nuevo descubrimiento disruptivo cambiaba gran parte de su ciencia. Pero lo que buscaban así, era explicar la realidad.
Así que un Nobel de Física, asombrado al escuchar que los economistas hablaban de una ciencia de la conducta humana que ignora olímpicamente características de su agente que cualquiera, por el hecho de ser humano bien conoce, preguntó a algunos de los más prestigiosos economistas del mundo hace 40 años: “do you guys really believe that?!”
Los físicos intentan explicar la realidad física como es. Y la ciencia con la que llegaron al seminario ya había dejado muy atrás al paradigma que va de Galileo a Newton. Más cambios anunciaba el paradigma de la complejidad. Y no todos los físicos abrazaban emocionados hace cuatro décadas un nuevo paradigma. Los científicos se aferran a viejos paradigmas, aunque saben que ninguno durará. Pero los físicos se veían forzados al paradigma de la complejidad. Cosa que a algunos emocionaba y a otros molestaba. Unos lo abrazaban, otros lo rechazaban. Igual que hoy.
La mayoría de los economistas ni se dan por enterados. Unos pocos, muy pocos en verdad, intentan integrar el paradigma de la complejidad en la ciencia económica que conocen. Tal vez se ofenderían si se les aclarase que lo que hacen no difiere de encajar una teoría de la evolución biológica por selección adaptativa genética en una doctrina de diseño consciente de la vida por una inteligencia idéntica a la humana. Algo tan absurdo desde el punto de vista de la investigación biológica como del de cualquier especulación teológica coherente. El caso con esos economistas, es que pocos entre esos pocos admiten que deben replantear seriamente la teoría económica –o casi toda– del paradigma dominante, a la luz del paradigma de la complejidad.
Uno de ellos está entre los más mejores economistas de nuestros tiempos, William B. Arthur. A diferencia de quienes creen que la complejidad está en el número de variables, o la dificultad de las ecuaciones; Arthur entiende que trata sistemas emergentes en los que el conocimiento de variables iniciales y ecuaciones que describan matemáticamente sus interrelaciones no da un resultado de predicción único, sino varios posibles. E incluso algunos imposibles. Algo, no todo, de lo que puede ser y lo que no puede ser. Tal vez lo que será, o tal vez no. Simplemente tendencias.
El mercado es así, siempre ha sido así, de ahí las peculiares retroalimentaciones multifactoriales que en lugar de rendimiento marginal decreciente lo dan creciente –una de las líneas de investigación más polémicas de Arthur– porque jamás ha sido otra cosa que un orden espontáneo emergente que se repite a sí mismo, con pequeñas variantes que divergen a largo plazo, una y otra vez, haciéndose cada vez mayor, más diverso, especializado y productivo.
Y claro, cuando esos pocos economistas que sí avanzaron en el replanteamiento de la economía que conocían a partir de lo que el paradigma de la complejidad les exigía publicaron sus descubrimientos. Algo imprevisible y sorprendente les ocurrió. Arthur lo explicó en 1994.
“Justo después de que publicamos nuestros primeros hallazgos, comenzamos a recibir cartas de todo el país que decían: ´Ya saben, todo lo que hicieron fue redescubrir la economía austriaca´. Admito que no estaba familiarizado con Hayek y von Mises en ese momento. Pero ahora que los he leído, puedo ver que esto es esencialmente cierto”, sostuvo.
Hayek respondió hace mucho la pregunta del título mediante su temprana teoría de los fenómenos complejos. Resumiré que una vez que se entiende al mercado como orden evolutivo espontáneo, se lo define como sistema complejo. Para empezar: no lineal, emergente, regresivo y evolutivo; ya con eso queda claro lo que ahí se puede predecir y lo que no.
Pero un buen ejemplo es que saber cómo opera la evolución biológica por selección adaptativa implica que, conociendo las condiciones de partida –y asumiendo que se conocieran realmente todos los cambios del entorno a largo plazo– sabemos que desparecerán algunas especies y aparecerán otras por selección adaptativa; ni cuales, ni cuándo, ni cómo serán realmente las nuevas. Es impredecible. Hay tendencias predecibles en órdenes complejos, pero únicamente como tendencias y no en todos los casos. Hay resultados imposibles a todo efecto. Y podemos predecir con certeza lo que no puede ser. Pero apenas a grandes rasgos, lo que –dentro del enorme conjunto de lo posible– realmente será. Ni más ni menos.