
He sostenido siempre que tras los engaños de su propaganda, lo que realmente persigue el llamado socialismo del siglo XXI en Iberoamérica es la explotación de arcaicos mitos de nuestra cultura política para hundir a la población en la miseria que les asegure imponer el totalitarismo socialista e imperar sobre ruinas.
Los caudillos del Foro de São Paulo soñaban rehacer el genocida imperio soviético postrándose ceremonialmente ante el patético totalitarismo castrista, esa mísera agencia subimperial al servicio de cualquier fuerza enemiga de Estados Unidos, dependiente de alianzas político criminales y potencias mercantilistas intrínsecamente débiles. Destaca entre ellas la federación Rusa –menos dispuesta al subsidio que la extinta Unión Soviética– de sobredimensionada fuerza militar sostenida en una débil, atrasada y corrupta economía mercantilista.
La desafiante superpotencia emergente hasta ahora apuesta a incrementar su influencia en la región por medios que no pasan por subsidiar al castrismo como agencia subimperial y es la economía mercantilista más dinámica y mejor insertada en la economía global. Eso sostiene al feroz autoritarismo de China. No obstante, el objetivo de quienes quienes alcanzaron increíbles records de corrupción continental es emular al último y auténtico totalitarismo marxista, que no es China sino Corea del Norte.
Ahí una relativamente privilegiada nomenclatura sojuzga en aislamiento una hambrienta, aterrorizada y miserable población explotada sin misericordia para sostener un poder militar capaz de disuadir la acción militar foránea contra ese enclave del eje entre terrorismo, crimen organizado e ideología marxista.
El país clave de esta trágica historia es Venezuela, al menos mientras se aclara si veremos la completa sumisión de López Obrador al castrismo. Pero las raíces del socialismo en Venezuela, profundas entre la intelectualidad, son hoy débiles por la abrumadora destrucción material y moral que ocasionó
La historia explica buena parte de la paradoja venezolana. Para finales del siglo XIX y principios del XX era un país pobre y atrasado que emergía de prologadas guerras civiles sin industria moderna, escaso comercio interno y limitada incorporación al comercio internacional con débiles exportaciones agrícolas.
Con la paz de la prolongada dictadura gomecista, la producción y el comercio crecieron aceleradamente por décadas, en una economía mayormente abierta y cada vez mejor insertada en la economía internacional, pasando de agrícola a petrolera. Para mediados del siglo XX Venezuela alcanzaba un desarrollo hoy inimaginable.
En la segunda mitad del siglo pasado, se revierte la tendencia de medio siglo de crecimiento hacia una inicialmente inadvertida caída sostenida a largo plazo. Hoy Venezuela es una de las economías más pobres del continente. Es lo que resultó de la prolongada hegemonía intelectual y política de dos variantes del socialismo.
En la economía petrolera venezolana, tanto bajo el socialismo moderado de un consenso socialdemócrata cada vez más inclinado a su propia izquierda, como bajo el totalitario socialismo revolucionario que le sucedió, coincide cada escalada hacia más socialismo –que entre nosotros amalgamó sustitución antieconómica de importaciones con faraónicos monopolios gubernamentales de todo lo considerado “estratégico” en una economía centralmente planificada y sujeta a controles de precios desde los años 1960 del siglo pasado– con las alzas del precio del crudo.
Al diferirse los efectos destructivos de una economía cada vez más socialista mediante el gasto populista de lo obtenido de alzas del precio de crudo, la población exigía más “magia” socialista cuando la improductividad y desperdicio se evidenciaban al caer los precios del petróleo. Caímos del umbral del desarrollo a la miseria por mayorías que exigían como medicina el veneno que vendían nuestros intelectuales y políticos, algo que quizás pudiera cambiar en medio de lo que las mayorías viven como un colapso de la civilización entre nosotros.
El socialismo totalitario se exacerba hoy en Venezuela. Hasta la acorralada oposición es mayormente socialista. Pero siendo una y otra variante del socialismo las causas del desastre –y visto que en nuestra economía mercantilista previa nunca logro el desarrollo a la escala de su tiempo– nos resta encontrar la manera de implementar el capitalismo como única vía al desarrollo.
Ya he dicho en anteriores columnas que una transición al capitalismo es ante todo un asunto de incentivos. Hay que entender que lo difícil e incierto de cualquier transición exitosa al capitalismo es que implica poner en marcha intencionalmente una aproximación hacia lo que naturalmente emergió como un orden espontáneo involuntario cuya complejidad inherente nos supera.
Es demasiado lo que no sabemos y no podremos conocer hasta intentarlo, pero sabemos que sin sistemas institucionales espontáneos que garanticen la dinámica de incentivos adecuada, el capitalismo no será tal. Que la clave del capitalismo, además del Estado de Derecho, propiedad privada y sistema de precios, es el descubrimiento empresarial de oportunidades. Y que para disfrutar de una economía sana, el dinero no puede ser objeto de manipulación política y fiscal, porque es la institución emergente clave de la diversificación y especialización productiva.
Pero sobre todo sabemos que aunque siempre aparecerán impredecibles consecuencias no intencionadas, no será imposible corregirlas en su momento, como ya había comentado en una columna anterior sobre algunas de las principales claves de una transición al capitalismo en Venezuela.
Debemos entender el desarrollo en sentido cualitativo como la ampliación dinámica del horizonte de oportunidades para perseguir fines diversos según las escalas de valor subjetivas individuales, que se hacen posibles en una sociedad en la que está soportado materialmente por el desarrollo en sentido cuantitativo, siendo la forma más precisa de definir al desarrollo económico cuantitativo el sostenido incremento de la cantidad de capital productivo avanzado disponible por trabajador empleado. El hecho es que socialismo nos ha descapitalizado. Y capitalizarnos no sería tanto asunto de créditos y gastos gubernamentales de dudoso efecto –también necesarios en medio de las ruinas– como de una nueva forma de pensar y una consecuente nueva institucionalidad que nos lleven a lograrlo mediante nuestros propios, originales, diversos y competitivos esfuerzos.