Deseos no preñan, advierte un viejo refrán que era popular tiempo atrás en la hoy empobrecida y violenta Venezuela. Esta máxima fue obviada por esos intelectuales y políticos que desde hace más de medio siglo fueron estableciendo las bases sobre las que se instaló un totalitarismo socialista, que con dos décadas en el poder ya ha borrado todo rastro de legalidad, destruido más de dos tercios de la economía, hundido a la población en la miseria y sostenido su poder en las bayonetas y la policía política. Pese a ello, no terminan todavía de cerrar tan herméticamente como desean su totalitarismo.
Quienes nos gobiernan pretenden adivinar, juzgar y castigar incluso la intención no ejecutada en su contra. Pero son incapaces de reducir una escalada delictiva común y politizada que da estadísticaa de inseguridad y violencia entre las peores del mundo. Pretenden planificar centralmente toda la economía, pero son incapaces de dar mantenimiento que garantice el funcionamiento regular de los más elementales servicios de la civilización moderna: agua corriente y la electricidad, la telefonía y telecomunicaciones, por no hablar de infraestructura de vialidad y ciudades.
Quizás por vivir en una tierra de tales paradojas pongo especial atención a la coincidencia ideológica de fondo entre la abrumadora mayoría de políticos, en el poder y la oposición, ante una la población asombrada al constatar que contra el rechazo abrumador de la mayoría se aferran al poder por cualquier medio quienes hace 20 años lo obtuvieron del circunstancial apoyo mayoritario.
Esa coincidencia moral que acepta activa o pasivamente el abuso de poder, no tendría por qué extrañarse el que se mantenga en el poder 20 años un socialismo revolucionario y totalitario, mientras quienes se le oponen lo hacen en nombre de otra interpretación un poco menos brutal del mismo socialismo.
El socialismo en sentido amplio es en lo que, lamento admitir, todavía cree moral y políticamente la mayoría de la población, aunque aquí comiencen tímidamente a ponerlo en duda. Es una manera de pensar que llevada a sus propias conclusiones destruyó un país como Venezuela, y está ampliamente difundida en la mayor parte del occidente contemporáneo. No se limita al subdesarrollo y es uno de los mayores peligros de nuestros tiempos.
El Derecho deriva de la moral y la moral expresa lo que las personas intersubjetivamente consideran justo, así que en tanto la común estimación de lo moralmente justo sea la expresión del resentimiento envidioso, eso, y no otra cosa, es lo que finalmente institucionalizará un “derecho” al servicio de la política con las consecuencias inevitables de empobrecimiento material y moral.
No será un estado de legalidad que no llegue a ser de Derecho lo que pueda garantizar la libertad de quienes no quieren ser libres, sino un valor moral de la libertad y la responsabilidad en las conciencias de las que emergería una moral, un derecho, un Estado de derecho y una república capaces de defender la libertad de todos.
Entre tanto, más que de las ventajas de la separación de poderes en la democracia republicana, es del valor moral de la libertad personal de lo que hay que convencerles. Y no es para convencerlos de ello que escribo, sino, acaso para intentar convencer a quienes, convencidos del valor de libertad, aún no lo estén de que es de ese valor en sí mismo, y no de las mejores formas de ponerlo en vigor, que han de convencer a los pueblos si no quieren terminar en medio de estas paradojas. Mi advertencia es que una vez que se pierde el consenso moral que soporta la libertad, no hay lugar cuyos previos logros civilizados le ponga a salvo de la barbarie socialista.
Lo cierto es que desde el punto de vista antropológico, histórico, sociológico, económico y en última instancia epistemológico, el Derecho no puede ser entendido sino como parte de un orden evolutivo espontáneo y tributario de la moral.
El Derecho es una parte del emergente de consensos intersubjetivos cambiantes, internamente coherentes, no en un sentido lógico atemporal, sino en el sentido dinámico del orden espontáneo que emerge de la selección adaptativa. El Estado de Derecho, que no es el orden legal sino la vigencia del Derecho en cuanto tal, y no en su simulación legislativa.
El Derecho está en límites reales al poder para proteger la esfera individual de libertad y propiedad, no el ordenamiento legislativo para violarla. Diferencia al Estado legítimo de la tiranía, pero, y es un dramático e insoslayable punto, es el marco que garantiza la libertad solo cuando, es tal libertad un valor fundamental en la moral de la cual el Derecho es en última instancia parte y soporte.
Cuando el auténtico consenso moral emergente intersubjetivo de una cultura es contrario a la libertad, esa cultura puede ser superada y subsumida por la propia selección adaptativa en otras que del valor de la libertad obtienen ventajas evolutivas materiales y morales insuperables. Pero en tanto ello no ocurra y con toda la repugnancia que el relativismo moral nos inspira, será su propia legalidad e incluso su bárbara aproximación al “derecho” consuetudinario, una norma que en confirmación de una moral enemiga de la libertad emerja para nuestra perplejidad .
No por parecer “derecho” en el sentido de sus propios consensos morales es justo (ni puede ser entendido como Estado de Derecho) ya que en última instancia este último será única y exclusivamente aquel al que pudieran someterse sin desmedro de sus derechos inherentes como seres humanos todos y cada uno.
Esto debe emerger de ciertos valores morales entre los que la libertad, en el sentido de límite al poder, sea uno no solo uno de los valores fundamentales, sino la base de toda la tradición moral misma.
Sin eso, más que difícil es imposible establecer un verdadero Estado de Derecho, pues esa y no otra es la gran dificultad.