Hoy nuevas de tecnologías de información, comunicaciones, robótica y biotecnología crean un nuevo mundo, pero la novedad es tecnológica. El mismo proceso económico ya lo vimos en pasados cambios tecnológicos y económicos de equivalente amplitud, profundidad y rapidez. Esto lo explican menos los libros famosos que trataron del impacto de cambios tecnológicos del pasado reciente –de Marshall Macluhan con La aldea global en 1962, a Alvin Toffler con El Shock del Futuro de 1970 y La Tercera Ola de 1980– que la teoría económica que estudió mucho antes los cambios en la estructura del capital que permiten las nuevas tecnologías productivas.
Curiosamente, esto sirve de excusa para repetir como supuesta novedad de fracasos de predicción del Club de Roma a falaces teorías y fallidas profecías de Paul Ehrlich. Manipulando la angustia de tiempos de cambios, el totalitarismo se disfraza de ecologismo anunciando el apocalipsis a menos que adoptemos de inmediato la economía socialista que únicamente logrará pobreza, muerte y mayor contaminación, como ocurrió donde quiera que se aplicó (y como sigue ocurriendo allí donde se aplica hoy).
Toffler afirmaba 1980 “está surgiendo una nueva civilización en nuestras vidas, y hombres ciegos de todas partes intentan reprimirla. Esta nueva civilización trae consigo nuevas relaciones y nuevas formas de familia, formas nuevas y diferentes de trabajar, amar y vivir, una nueva economía, nuevos conflictos políticos, y más allá de todo esto, una conciencia alterada (…), esta nueva civilización es el hecho más explosivo que veremos en nuestras vidas”. Una frase que describe razonablemente bien el mundo de 1880 o quizá mejor el de 1980. También describe razonablemente al de hoy.
Hablamos de nueva economía como si de nunca vistos fenómenos económicos tratásemos. No es así. Nuevo fue que en entre el siglo XVIII y XIX en ciertas partes de Occidente aparecen a un tiempo cambios en ideas y costumbres, renovaciones institucionales, nuevas ideas científicas, técnicas y filosóficas, nuevos procedimientos empresariales y nuevas demandas de bienes y servicios. Un nuevo grado de libertad –y prosperidad– que al extenderse hizo posibles los descubrirnos científicos y técnicos, que junto a nuevas formas de organización empresarial, dieron lugar a la revolución industrial.
Vivimos tiempos de acelerada sustitución de trabajo por capital mediante nuevas tecnologías. Eso incrementa la productividad. No nos empobrece como economía o como sociedad. Nos enriquece. Puede, sí, empobrecer material y emocionalmente a quienes no se adapten. No obstante, crea muchas más oportunidades de trabajo, riqueza y nivel de vida mejores para muchos más: para todos y cada uno de los que se tomen la molestia de adaptarse, empleando su inteligencia en la búsqueda de nuevas oportunidades.
El problema es que la confluencia de cibernética, informática y biotecnología sustituirán tipos de trabajo que considerábamos insustituibles por capital, trabajos que hoy hacen graduados universitarios. Los intelectuales asustados nos dicen que la inteligencia artificial nos dejará a casi todos sin trabajo. Se equivocan. Si hoy diseño un programa académico muy específico, podría usar inteligencia artificial para identificar al limitado y disperso público que tendrá el mayor interés en el programa. Puedo limitarlo con gran precisión a zonas geográficas y credenciales académicas y profesionales adecuadas. Funciona para cualquier bien y servicio, para cualquier ideología o programa político. Funciona para ISIS o la civilización occidental, para Sanders o Trump.
El desplazamiento de trabajo por capital a gran escala implica, hoy como ayer, incrementos enormes de productividad y nueva demanda de nuevos tipos de trabajo humano en mayor cantidad que nunca –obviamente con retraso temporal, roces y costos de transformación–. El trabajo menos productivo desaparece. Se libera capacidad humana para trabajos más productivos, antes imposibles de imaginar siquiera. Más de la mitad de los niños de los países desarrollados de hoy trabajarán a lo largo de su vida en varios empleos –formas de trabajo, o empresas propias– que hoy no existen, que todavía nadie ha imaginado.
Los peligros están muy lejos del mundo dominado por maquinas de la película Terminator, o del mundo de empobrecidos y deprimidos desempleados o subempleados, con muchos títulos universitarios –excepto por quien estudia lo que ni tiene ni tendrá demanda–. Los peligros son otros: temores neoluditas crecientes, o la tendencia a atribuir a la herramienta –un medio– culpa por fines –buenos o malos– de quien la usa. Las armas no matan, matan los hombres que las usan. Eso no cambiará porque tengamos sistemas autónomos de combate. La mayor amenaza es el totalitarismo, ahora dotado de las poderosas herramientas de esta revolución tecnológica.
En China, la combinación de cámaras de vigilancia y programas de identificación facial con sistemas de clasificación y evaluación de información, junto al barrido y clasificación de información en Internet, redes sociales, y chats permiten al totalitarismo neomercantilista de Neiging vigilar a su población más que la vieja policía política maoísta. Permite, asimismo, signar puntajes a todos y cada uno, para concederles o negarles empleos u oportunidades de estudio a pasaporte, o simplemente pasaje al extranjero. Esta práctica se extiende a comunidades chinas de primera generación en el extranjero. En algún grado, incluso a extranjeros que hacen negocios con empresas chinas.
Lo imposible para policías políticas de viejo cuño, por la absurda cantidad del personal necesario para recopilar, clasificar y evaluar tal cantidad de información en tiempo real. La inteligencia artificial lo hizo posible. El control social totalitario usa el mismo tipo de programas con los que a usted le ofrecen un bien o servicio de su interés. Uno del que jamás habría tenido noticia de otra forma. Y no es solo Beijing, heredero directo de la tradición totalitaria soviética. Es el grado de intolerancia creciente –de persecución de la disidencia, y la simple diferencia– que impone la corrección política en democracias estatistas de hoy. El peligro está en el uso que idiotas y malvados pueden hacer –y harán– del capital inteligente, que carece de fines propios, y servirá mediante inteligencia artificial a fines, buenos o malos, de los hombres.