La economía es una ciencia acosada por mitos recurrentes, aparecen, se difunden, son abrazados, ensalzados y enseñados en las cátedras, repetidos y alabados en la prensa, aplaudidos y adoptados por todos los políticos –lo que de suyo, ya debería habernos alertado que algo andaba mal– para ser poco a poco refutados insistentemente, puestos en evidencia por la dura realidad, ridiculizados y abandonados. Pero reaparecen exactamente las mismas falsedades con nueva terminología, nuevo ropaje teórico, haciendo nueva moda con viejas falacias.
Hoy quise dedicar una columna a dos de esos mitos. Uno de clara raigambre mercantilista –muy favorido de las aulas y la prensa– y otro que, en la versión que resumiré, resultó la más exitosa reingeniería de las viejas –y refutadas– teorías del subconsumo. Una pésima idea vigente e influyente en la ciencia económica pese a ser, no una, sino un castillo de falacias mil veces refutadas.
El mito de la balanza comercial
¿El mito de la balanza comercial? Si balanza comercial es la comparación del valor de exportaciones e importaciones, ¿dónde está el mito? Pues en que para los cultores del mito mercantilista es mucho más que una simple cuenta. El mercantilismo es una falacia que pasó por teoría económica –sirviendo a intereses políticos y comerciales– entre los siglos XVI y XVII. Afirmaban que la riqueza del país dependía de acumular oro y plata. Y la clave de ello, con o sin minas, estaba en exportar más de lo que se importaba. Los soberanos mercantilistas intervenían activamente imponiendo altos aranceles para reducir importaciones, y otorgando subsidios a las exportaciones.
Sostenían entonces los necios –tontos útiles a intereses improductivos– que era favorable exportar y desfavorable importar. Y sigue siendo lo que cualquier necio piensa del comercio exterior. Pero el objetivo de la exportación es la importación. Todo comercio es intercambio, vendemos bienes y servicios que producimos para comprar los que requerimos. Es irrelevante –excepto para entrar en guerra con nuestros socios comerciales– si es dentro o fuera del país donde se intercambia. Satirizando la necedad mercantilista, Bastiat explicaba que de ser cierta tal falacia, infalible sería que hundiésemos los barcos que traen mercancías del exterior para enriquecer al país.
Los mercantilistas no entendían –o no querían entender– que el dinero es un bien, especial únicamente porque nunca es un fin, es medio universal de intercambio indirecto. Afirmaban que la parte que terminaba con dinero ganaba en el comercio internacional y la parte que se quedaba con los bienes perdía. Pero todo intercambio voluntario implica que el valor que cada parte asigna subjetivamente a lo que recibe es mayor que el que da a lo que entrega. Y viceversa, o no habría intercambio voluntario. La balanza comercial como medida de éxito o fracaso de las relaciones de intercambio con el exterior carece de sentido. Si un país exporta sin importar renuncia al bienestar que los bienes y servicios –incluidos los de capital para más y mejor producción– importados traerían. Si importa más de lo que exporta ha de atraer inversiones o endeudarse para compensar la diferencia. Endeudarse para consumir suele terminar mal, para invertir productivamente suele ser bueno. Que los bienes de consumo y/o de capital para lo uno o lo otro se adquieran adentro o afuera es indiferente. El comercio exterior libre es clave de la prosperidad global. Extiende las ventajas de la especialización al mundo entero. Las viejas falacias –con nuevo traje–mercantilistas, encubiertas de “estrategia de desarrollo” dan lugar al proteccionismo como respuesta al proteccionismo y a la reducción del comercio. Ni más, ni menos.
El mito del subconsumo
Keynes logro cosas increíbles. La legitimidad teórica del inflacionismo y de las teorías del subconsumo. Y usó lo segundo para apuntalar lo primero. En su alucinante teoría de los “espíritus animales” por modelo místico de comportamiento humano en el mercado, concluía que el desempleo y la recesión eran causados por comportamientos irracionales de empresarios que no invertían para producir lo que nadie estaba demandando, y de consumidores que en lugar de consumir tenían la desfachatez de ahorrar. Tal escasez de inversión y consumo proponía solucionaría por medio de más y más gasto público, financiado, no con impuestos impopulares, sino con política monetaria más y más expansiva.
Simplificando las muchas circunvalaciones artificiosas de Keynes –y de sus seguidores– la falacia detrás de la teoría de la demanda agregada y el multiplicador es la vieja falacia del subconsumo, que sostiene que la economía no produce al “óptimo” de su capacidad por falta de demanda. Y cualquier forma de inducir dicha demanda ocupará la capacidad ociosa e impulsará el crecimiento. Esto es, que si el Estado crea dinero de la nada y lo inyecta al mercado mediante gasto público, la economía crecerá y todos seremos ricos y felices, invirtiendo y consumiendo sin sufrir la molestia de ahorrar.
La magia, desafortunadamente, no existe, e inyectar más circulante impacta toda la estructura de precios con inflación. La tan alabada demanda agregada lo que agrega es una doble distorsión que caerá eventualmente, por su propio peso. Es una demanda insostenible que se logra inflando, lo que implica abaratar artificialmente el crédito haciendo parecer rentables inversiones que no lo serán. El problema no es subconsumo. Jamás hay subconsumo, económicamente hablando. Puede haber pobreza, que es otra cosa. Y nunca es solución ocupar capacidad ociosa a como dé lugar. Porque el problema es que el capital no puede reconvertirse automáticamente –por barato que se haga al crédito, las máquinas de coser no troquelaran metal y las troqueladoras no coserán ropa–. Excepto en economías socialistas que la inducen estructuralmente, la capacidad ociosa es resultado de errores de inversión previos a través de interferencias en el dinero y el crédito. Reconvertir capital a la demanda real implica tiempo e invertir hoy para consumir más y mejor mañana, implica ahorro. La magia keynesiana es ilusionismo y superchería que termina por ocasionar más de lo que prometía solucionar. Ni más, ni menos.