En medio de una orgía de resentida destrucción que con criminal complacencia justifican por igual tontos útiles e intelectuales comprometidos –admirados de la capacidad destructiva que tras décadas de esfuerzos por infantilizar a un par de generaciones hiperemocionales, habían finalmente creado– tenemos dos problemas de fondo:
- El rechazo a la libertad y responsabilidad que termina en la adoración de la esclavitud.
- La atracción por la destrucción que termina en la adoración de la muerte.
Me referiré esta vez casi exclusivamente al primero. Buen punto de inicio, pues vano sería considerar la libertad en un sentido metafísico último, sin antes tratar las urgentes amenazas a la libertad del hombre como ser social. Inútil sería concentrarnos en las confusiones de quienes se empeñan en definir la libertad como poder ante la naturaleza de la realidad misma para definirla, a priori, como un imposible en la realidad. Hablamos de amenazas a la libertad del hombre en sociedad que son, a su vez, amenazas a la existencia misma de la civilización y, por consecuencia, de la propia especie humana.
Además de circunstancia, de suyo urgente, un sentido de urgencia nace del hecho que entre las mayores amenazas a la libertad en nuestro tiempo, destaquen los errores y confusiones de sus más convencidos defensores; y no por la diversidad de opiniones, o el diferenciado acento que cada cual ponga y proponga en ciertos aspectos; sino a claros pero inadvertidos errores de hecho en influyentes pensadores liberales. Y consecuentemente, en la mayoría de los, al final pocos, que como tales nos identifiquemos.
La apropiación de la ética por la intelectualidad izquierdista –señalada acertadamente por Armando Rivas– se completa en la medida que los liberales compartan, consciente o inconscientemente, precisamente esa ética como si fuera, no digamos la única posible –como dan por descontado quienes buscan imponer su monopolio ético– sino la que mejor se ajustase al ideal liberal justicia, aunque es la más lejana de aquél. El error de compartirla no está tanto en que sea el soporte moral del socialismo, pudiera esté último, desde una premisa moral cierta torcer su razonamiento hacia conclusiones éticas falsas –o alcanzar conclusiones veraces partiendo de premisas falsas– sino porque está construida sobre un error de hecho y en tal sentido es, a todo evento, sencillamente impracticable.
La ética del individual perjuicio auto-infligido en favor del colectivo bien ajeno es el sustento del socialismo en sentido amplio, rechácese tal ética y no le quedará al socialismo con que justificar los crímenes de su interminable serie de experimentos sociales fallidos, cuando menos desde Munster en 1534 y 1535. Para quienes creen que la historia puede ofrecer comprobaciones empíricas, debería ser ilustrativo que todos los esfuerzos serios por imponer coherentemente la ética del altruismo en el orden social extenso condujesen a totalitarismos infernales, para ser en poco tiempo derrotados por enemigos externos, o a largo plazo colapsar bajo el peso de su intrínseca inviabilidad evolutiva. Pero no lo será en la medida que se conceda, activa o tácitamente, validez de premisa moral universal al autosacrificio individual al colectivo.
Lo semántico ni es, ni pudiera ser moralmente neutro, y los diccionarios –o sus redactores– reflejan y refuerzan la mayoritaria aceptación culposa de tan absurda ética. Altruismo es una “buena palabra” y egoísmo una “mala palabra”. ¿Cómo pudiéramos aceptar, si no, que el daño autoinfligido en aras de un bien ajeno inevitablemente fallido, sea una medida de bondad o rectitud, mientras que la autopreservación, el amor propio y la búsqueda de la felicidad, en la subjetiva expresión y desarrollo de las preferencias y talentos personales, vengan a ser medidas de malignidad o depravación moral?
De la idea de los vicios privados como virtudes públicas de Bernard de Mandeville, pasando por la mejor la idea del egoísmo ilustrado de Tocqueville –quien tuvo la perspicacia de entender como el ideal de la igualdad tenía el potencial de transformar la democracia en tiranía– a la virtud del egoísmo racional como fundamento ético objetivista de Rand, no faltaron quienes identificaran de una u otra forma la clave del problema.
En cierto sentido, Rand es la más clara al insistir en que la pretensión de una moral impracticable terminará en la justificación de cualquier práctica inmoral: “si se comienza por aceptar ‘el bien común’ como un axioma y se considera el bien individual como una consecuencia posible, aunque no necesaria (no necesaria en cualquier caso en particular), se termina con un absurdo tan espantoso como el de la Unión Soviética, un país que declara a todas voces dedicarse al ‘bien común’, mientras la totalidad de su población, con la excepción del pequeño grupo gobernante, se ha debatido por más de dos generaciones en una miseria subhumana. ¿Qué hace que las víctimas y, peor aún, los observadores, acepten esta y otras atrocidades históricas similares, aferrándose al mito del ‘bien común’? La respuesta se encuentra en la filosofía, en las teorías filosóficas que tratan sobre la naturaleza de los valores morales”.
¿Quién en su sano juicio podría negarlo? Pues cualquiera empeñado en creer que en pos del insubstancial “bien común” deba afirmar –y culposamente no practicar– una ética del autosacrificio, únicamente porque ese es el mensaje moral en que coinciden la abrumadora mayoría de los artistas, intelectuales, políticos y sacerdotes. Este sacrificio inútil, culpa insensata o hipocresía moral a nivel individual, y por consecuencia, social (el totalitarismo, genocidio y destrucción material y moral) fue y será el recurrente producto de colocar el horizonte moral en tal nomina, flatu vocis. Y es eso lo que se necesita para elevar la envidia a la categoría de axioma moral –condición sine qua non de la idea misma del socialismo– y en medio del profundo resentimiento envidioso transformado en el placer de la destrucción por la infantilizarían que defiende la intolerancia como virtud y de la idiotez sabiduría termina necesariamente en adoración por la muerte.