Dicho está más de una vez en esta columna que la escribo donde los muros se alzaron en torno nuestro sin que tuviéramos apenas tiempo de verlos. Admitamos que no se han cerrado del todo, aunque poco les falte –nos den tirios y troyanos por una causa tan perdida como la de la libertad en Cuba– y la tendencia sea ominosamente clara. Aun así, el futuro sigue siendo por definición incierto, sujeto a eventos inesperados que cambian todo, para bien o mal. Pero no es sobre Venezuela que trataré esta vez, porque la pérdida de libertades que intento resumir en el símil de los muros, requiere de otros muros en las mentes. Gracias a unos y otros es bueno preguntarnos: ¿qué tan lejos estamos hoy de aquellos serviles defensores del absolutismo que gritaban el sincero lema “¡vivan las cadenas!” emocionados?
Poco, aunque gran parte de la humanidad disfruta hoy de mayor libertad de la que hubieran conocido sus antepasados. Es innegable que el orden social contemporáneo va desde aquellas sociedades cuya política pareciera reducirse al enfrentamiento de grupos de interés luchando por lograr mediante la legislación sutiles o claras restricciones arbitrarias de la libertad, hasta aquellas que sufren diversos grados y tipos de autoritarismos o totalitarismos sin sutilezas, en beneficio de las minorías orientadas al disfrute del poder por poder mismo. Obviamente con apoyo interesado de los que incompetentes que prefieren la riqueza y el privilegio por su la influencia sobre un poder tiránico. Es verdad que gran parte de la humanidad está sujeta hoy a menos restricciones arbitrarias a su libertad que en el pasado, pero ni es claro que esa libertad la comprendan o valoren la mayoría de quienes la disfrutan, y mejor sería admitir de una buena vez que por acción y omisión, intentan efectivamente ser menos libres de lo que son.
Lo que observamos hoy en el mundo es preocupante. En medio de lo que pudo y debió ser el amanecer de la libertad global, vemos los peores signos –irracionalidad, fanatismo, intolerancia, colectivismo, nihilismo, ignorancia y violencia crecientes– que recuerdan mutatis mutandis a los que originaron los momentos más terribles de la reciente –olvidada o tergiversada– historia humana. Los liberales estamos perdiendo la guerra de la ideas. Enfrentamos una ola de infantilizada irracionalidad hiperemotiva, intolerante y violenta ¡incluso on argumentos y datos! Por ahí es una batalla perdida. Desafortunadamente hay que darla primero así para llegar en su momento a la forma más eficaz. Pero también perdemos por nuestros propios vicios. El peor de los cuales no es desperdiciar tiempo en discusiones bizantinas, mientras el mundo arde y corremos el riesgo real de ser arrasados por el fuego –muestra de la universalidad de la estupidez humana es lo idiotas que pueden ser ese sentido, personas que en otro son capaces de los más finos y acertados razonamientos teóricos sobre los aspectos más complejos de la evolución social– sino el de ser incapaces de articular espontáneamente nuestros esfuerzos, por encima de deficiencias –que no son peores de las de cualquier otro conjunto de seres humanos– en dirección al cambio de la opinión general de la que depende la supervivencia de la civilización. Y la nuestra.
Entre nuestros mayores problemas está que quienes disfrutan tanto de la libertad como de sus frutos materiales como nunca antes, ni son capaces de reconocer lo extraordinario de las condiciones en que viven, ni se podría seriamente afirmar que aspiren siquiera a mantener esa libertad. Tristemente ha de admitirse que muchos y quizás la mayoría añoran una servidumbre que en realidad no han conocido. Y que imaginan, no como la dura esclavitud real, sino como el sueño de opio de la insostenible irresponsabilidad confortable. Es eso lo que explica que consentidos niños ricos jueguen a la revolución tuiteando “desde sus iPhone” consignas del agitación y propaganda que llegan hasta ellos, por infinitos caminos tan indirectos, absurdos y espontáneos como ellos mismos, pero desde un centro cuyas mentiras creen. No explica que materialicen salvajemente su ansia de destrucción. A lo que sí lo explica dedique ya varias columnas previas.
Odian y desprecian lo que resultó de miles de millones de mentes creativas actuando libremente, un número inconmensurable de cambios imprevistos, a los que a su vez se adaptan generando nuevos imprevisibles cambios, con lo que finalmente tenemos a la incertidumbre como única certeza aparente. Y eso ni lo entienden ni pueden soportarlo. A la destrucción de ésta civilización aspiran. Pero en la ridícula confianza que seguirán disfrutando –y sin esfuerzo ni límite alguno– todos los frutos materiales de la economía de mercado que se empeñan en destruir. Son los ejemplares más estúpidos posibles del más débil e indefenso de los animales, anonadados e incómodos por la incertidumbre de una civilización sin la que su existencia sería más incierta, y más claramente, no sería existencia, pues ni a nacer habrían llegado. Justamente ellos se empeñan en destruir la libertad de la que depende el orden civilizado y en la alegre convicción que no solo seguirán disfrutando los frutos de lo que pretenden destruir, sino que los tendrán en abundancia sin ningún esfuerzo.
Creo que es porque somos capaces de cegarnos al punto de matar y morir por tales absurdos que seguimos atrapados en el camino a la servidumbre, a veces retrocedemos y tenemos esperanzas de abandonarlo, pero son más las que avanzamos con decisión y es apenas el accidente afortunado lo que nos salva de nosotros mismos. Pero lo cierto es que de la comprensión de la libertad que prevalezca en el presente dependerá la existencia misma de nuestra civilización. Y con ella de la abrumadora mayoría de nuestra paradójica especie. Y la clave para cambiar a tiempo la ominosa tendencia actual de la opinión, la cultura, la intelectualidad, y las masas, está en nuestras manos. Pocas y débiles, atadas por nuestras humanas falencias, son sin embargo más que suficientes, si realmente se ponen a la obra.