No comprender el dinero es no comprender la civilización, y odiarlo es odiar lo que la hace posible. Del odio al dinero nacen el hambre y la miseria sobre las que se entronizan los totalitarismos. Amar al dinero es, sin embargo, un sinsentido, porque la clave del dinero no es ni puede ser un fin, ya que es el medio universal de intercambio indirecto. Es el más poderoso medio que de la acción, no de la voluntad ni la inteligencia humana, ha emergido. Es medio universal de todos los fines, buenos o malos, virtuosos o viciosos, nobles o malvados.
Moralmente el dinero es siempre neutro pues la moralidad depende de los fines. Para que un medio pueda ser calificado moralmente ha de ser también un fin, fin intermedio, pero fin. El arma de quien asesina inocentes para perseguir sus fines –incluidos aquellos que en sí mismos consideraríamos virtuosos– es tan neutral como la de quien lo mata para detener su acción criminal. La diferencia moral está en el fin –intermedio y/o final– que persigue uno y otro. Pero el asunto es que el odio al dinero es una enfermedad que requiere dos condiciones sine qua non para incubarse: el resentimiento envidioso, del que he tratado antes y dejaré esta vez de lado y la ignorancia sobre la naturaleza y utilidad del dinero como medio universal de intercambio indispensable para cualquier civilización avanzada.
Podemos concebir conjeturalmente un sistema de mercado sin intercambio indirecto y la remota existencia de tales sistemas en la sociedad es un hecho histórico –y prehistórico– comprobado razonablemente. Pero tal sistema sería particularmente simple, completamente incapaz de garantizar la base material de una sociedad tan numerosa, diversa y compleja como la actual, entre otras cosas, por carecer de un sistema de precios capaz de sintetizar infinidad de información y conocimiento disperso, subjetivo e intransmisible en información implícita de sencilla valoración. Sin dinero no hay precios y sin precios no hay civilización contemporánea, ni humanidad en los números actuales.
La evolución del dinero como una mercancía de creciente aceptación, con ciertas características físicas que facilitaran al máximo su empleo como medio de intercambio indirecto, según nos muestra la arqueología ocurrió junto con la del propio comercio, iniciándose probablemente –al menos en ciertas culturas– en el intercambio simbólico de obsequios que se generaliza en intercambios pactados cuya frecuencia permite que emerjan medios de intercambio indirectos. Esos que pasarían por diversidad de mercancías en diversidad de circunstancias, desde abalorios y semillas a sal y metales preciosos para prevalecer finalmente el oro y la plata por sobre cualquiera otros bienes escasos. La peculiaridad económica de que un bien sea universalmente aceptado como dinero es que si bien fueron en gran parte sus usos no dinerarios los que condicionaron tan preferencia, una vez establecida hacen subir el precio de tal mercancía respecto a todas las demás por encima de lo que la demanda no dineraria hubiera permitido. Por contrapartida, debemos entender que su desplazamiento del uso dinerario conlleva una caída de la demanda y con ello del precio. Y ya en un mundo de papel de curso legal, lo mismo se puede decir de unas monedas respecto a otras.
Podemos resumir el largo proceso que lleva del envilecimiento inflacionario de las monedas metálicas de la antigüedad al papel de curso legal de forma muy rápida indicando que si bien el patrón oro del dinero tardó milenios en evolucionar como real divisa universal de cualesquiera monedas nacionales, la evidente comodidad de los sustitutos monetarios, como los billetes de banco acostumbró al público a considerar tales sustitutos idénticos al dinero para todo propósito práctico, lo que permitió a sus emisores emitirlos en mayor cantidad al dinero que efectivamente tenían para respaldarlos, ventaja de la que se apropiaría progresivamente el Estado por el privilegio de emisión, lo que finalmente conduciría al establecimiento del curso legal para el papel moneda definitivamente separado de dinero real que precariamente lo respaldaba. El dinero dejo de ser la mercancía que había evolucionado en el orden espontaneo, para ser la orden arbitraria del gobernante en abierta violación a los principios universales del derecho.
Pero llegar al establecimiento del papel de curso legal completamente desvinculado del oro en la segunda mitad de siglo pasado, primero requirió que a lo largo del siglo XIX se subvirtiera el patrón metálico por medio de un sigiloso mecanismo de creación de circulante sin respaldo metálico en ausencia del cual difícilmente hubiéramos llegado al actual estado de cosas. Nuestro sistema monetario y financiero global es, a grandes rasgos, producto de la ley Peel de 1844 con la que nacen los modernos bancos centrales. Como explica Huerta de Soto:
Como explica Huerta de Soto: “La ley Peel oficializa en lo esencial el principio monetario (…), depósitos (…) completamente libres y sin regular, mientras que a los billetes se les señalaría un tope (…) con el correspondiente en activos de valores públicos (…) cualquier nueva emisión de billetes habría hacerse sobre la base de una reserva 100 por 100 en oro (…) la concesión al banco de Inglaterra del monopolio de la emisión de billetes (…) bancos en forma de sociedad anónima y regionales) se les integraría cuidadosamente en un cártel bajo la protección del Banco de Inglaterra”.
Con tal sistema es inevitable que por medio de los depósitos a la vista se cree dinero que no está respaldado en las reservas de oro. Consecuentemente, el dinero fiduciario superara en magnitud por mucho a la base monetaria haciéndonos olvidar fácilmente que alguna vez la relación de magnitudes fuera la inversa. El dinero es neutro moralmente, pero no por ello es un factor neutral en la economía, su existencia misma implica la de precios en un sentido que, sin él, son inconcebibles, y por ello su cantidad relativa afecta a todas los bienes en formas que ninguna otra mercancía jamás pudiera hacerlo.