La ética socialista y las doctrinas sobre ellas construidas han encontrado asidero en Occidente, tanto en doctrinas teológicas filomarxistas surgidas y extendidas entre órdenes y jerarquías de la iglesia católica, (así como en iglesias protestantes) hasta en la interpretación seudoliteral de la Biblia, la extra bíblica proclamada revelación del espíritu santo, textos sagrados y enseñanzas de maestros de religiones orientales, sincretismos neopaganos, iluminismos hermético-gnósticos, racionalismos iluministas, y materialismos proféticos y dogmaticos rigurosamente ateos. Las fuentes no pueden ser más diversas, pero todas las variantes del socialismo de ellas derivadas comparten los mismos criterios morales y la misma ética impracticable; son pues ideologías dogmáticas en el sentido que proclaman como verdad última un modelo de orden social afirmando su superioridad, pese a carecer de asidero exitoso alguno en la experiencia milenaria de la evolución social para sustentarlo.
El liberalismo no es, en tal sentido, ni siquiera una ideología, pues su acerbo intelectual no es sino el resultado de la observación, identificación y estudio teórico de aquellas tendencias institucionales que como producto del orden emergente de la civilización no solo garanticen éxito evolutivo a las sociedades que las adoptan, sino que lo logren ampliando las posibilidades de desarrollo de una vida libre, mediante la valoración moral de la dignidad del individuo; y es por ello que tiene una fuente tradicional en el concepto de la ley natural. Claro, que polémico y posiblemente equívoco hoy en día, no es igual hablar de ley natural como la pudo entender Cicerón, a la comprensión que de ella desarrolló la escolástica, diferente de la de los racionalismos iluministas, como también lo es ella de la que podemos tener hoy a la luz de la teoría del orden espontáneo, y que sería una completa reinterpretación en la que el término natural vendría a significar algo muy diferente de lo que usualmente significaría para quienes se consideren iusnaturalistas. A pesar de eso último, a grandes rasgos, lo que será común a todas ellas es una concepción general de lo ético que podemos rastrear, cuando menos, hasta Aristóteles, e identificar indirectamente mucho más atrás.
Que el hombre es un fin en sí mismo y que su plenitud solo puede alcanzarse en la búsqueda racional y prudente de la felicidad en la virtud, pudiera ser un buen resumen del principio ético liberal. ¿En qué suele consistir el caballo de Troya de la ética colectivista? Pues en postular, de una u otra manera, que la virtud suprema consiste en sacrificarse por el bien colectivo, y pretender que con ello no se niega en nada la anterior definición. Imposible es, sin embargo, que todos y cada uno de los hombres que forman parte de cualquier tipo de colectividad oriente coherentemente su conducta por tal norma, ya que si todos han de sacrificarse por los demás, no restarán demás que disfruten el supuesto bien común producto de tales sacrificios. También absurdo es afirmar que si la virtud consistiera en el ilimitado daño autoinfringido en exclusivo beneficio de cualesquiera otros hombres, se pudiera postular siquiera que el hombre pueda ser un fin en sí mismo, más que mediante la falacia de definir a la humanidad como el hombre que es el fin de el hombre individual, pretendiendo que sí mismo se refiera única y exclusivamente a su pertenencia infinitesimal a tal antropomórfica entelequia.
La amplia variedad de religiones en el mundo, la no mucho menor de iglesias, teologías y aún efímeras sectas en cada una de ellas, las guerras religiosas entre quienes se proclaman adoradores del mismo Dios, e incluso seguidores de la misma religión, así como la amplia cosecha de doctrinas socialistas religiosas y la escasa cosecha comparativa de doctrina religiosa en favor de la libertad humana —escasa comparativamente en número frente a lo otro, no nula ni carente de importancia e influencia civilizadora— debería ponernos en guardia contra cualquier intento de fundamentar doctrinas políticas en textos religiosos. Sumémosle a ello que la libertad de religión —que para ser tal, incluye la de irreligión— es uno de los mayores logros no solo políticos sino culturales del liberalismo, y veremos que tenemos razones filosóficas, históricas y prácticas para requerir un fundamento ético liberal que no tenga carácter teológico; sin que ello excluya que los liberales creyentes, como cualesquiera otros creyentes de cualquier religión y cualquier doctrina secular, tengan legitimo interés en profundizar teológicamente la no contradicción entre teología y doctrina secular —o ideología, en otro sentido del marxista— . Pero es diferente encontrar la no contradicción, ahí donde exista, entre una determinada creencia religiosa y un determinada opinión secularmente fundada y al alcance de creyentes de diferentes religiones, así como de no creyentes; de pretender transformar lo que normalmente se limita a la no contradicción en fuente de lo que no se deriva de ella. Toda religión tiene que ser necesariamente fuente de valores morales, por lo que de la interpretación de sus textos sagrados por medio de la hermenéutica obtiene el creyente los fundamentos teológicos de su propia conducta moral.
El problema es pues la contemporánea apropiación de la ética por la intelectualidad que defiende al socialismo en sentido amplio; y peor aún, la inconsciente o tacita adopción de tal ética socialista por los liberales. El caballo de Troya de una ética impracticable y contradictoria, fundada en la elevación del vicio moral y antisocial de la envidia a la categoría de axioma moral supremo, es una de las armas más poderosas del arsenal socialista.