En la anterior entrega empezábamos por una definición del método de las ciencias sociales y la historia que Ludwig von Mises denominó praxeología. Recordemos que en sus propios términos: “Todo lo que se precisa para deducir todos los teoremas praxeológicos es conocer la esencia de la acción humana. Es un conocimiento que poseemos por el simple hecho de ser hombres (…) ningún conocimiento experimental, por amplio que fuera, haría comprensibles los datos a quien de antemano no supiera en qué consiste la actividad humana”.
Concluíamos en que nuestro autor no había profundizado en ciertas implicaciones sobre los límites de la razón –y la naturaleza de los procesos que estudia la economía– a las que dio luz su teorema de la inviabilidad de la economía socialista. Hayek replanteó la praxeología en su método histórico compositivo. Hay dos formas de entender a Mises y su metodología. Como la teoría pura del orden social mediante la que interpretamos un orden espontáneo que es producto de la acción, mas no de la voluntad ni la razón humana –algo claro en la Escuela Austríaca desde los Principios de Economía Política de Menger–, lo que en cierto sentido deja la praxeología como un sistema abierto; o como un estricto apriorismo que aspira a un sistema lógico cerrado. Serían, a grandes rasgos, la manera de Hayek y la de Rothbard. Quienes están dentro del paradigma tienden a orientarse en algún grado hacia una de esas dos interpretaciones para explicar a Mises. Citar a Mises sirve igual a una u otra porque hay tensiones no resueltas en su extensa obra. Pero es digno de destacar que las dos lecturas de Mises coincidan en tanto como en lo difieren.
La acción humana
Mises nos recuerda que: “El hombre, al actuar, aspira a sustituir un estado menos satisfactorio por otro mejor. La mente presenta al actor situaciones más gratas, que éste, mediante la acción, pretende alcanzar”. Actuar es necesariamente descubrir, por lo que toda acción humana se explica cómo acción empresarial. De hecho, tal y como actuar es necesariamente descubrir; descubrir es necesariamente crear. La acción modifica la materia, la cambia de lugar, la recombina mediante la manipulación de fuerzas naturales que ya existían. No crea materia de la nada. Pero el conocimiento de algo antes desconocido, en cada caso en que se logró, no existía antes de ser descubierto. Lo que se crea es nuevo conocimiento. Único sentido en que la mente crea algo literalmente nuevo, pero es vital. Porque la capacidad humana de descubrir, innovar y diferenciarse del resto, es la causa del crecimiento económico, tecnológico e incluso moral.
Y en rste punto es claro que estoy tomando posición hacia una de las interpretaciones posibles de Mises y su método. La de una praxeología revisada a la luz de la teoría del orden espontaneo. No detallaré, aunque me gustaría, la otra interpretación –el espacio de la columna es limitado y ya he dedicado al tema dos entregas– pero sí aclararé que también permite entender la economía como proceso dinámico y llegar a conclusiones acertadas. El asunto es que aunque la antropología del agente sería la misma a grandes rasgos, difiere en un punto de enorme importancia.
En palabras de Hayek: “he tenido que rechazar, después de un proceso muy doloroso, lo que, en mi juventud, yo consideraba como el análisis más acertado y que, hasta mi gran maestro, Ludwig von Mises convirtió en el fundamento de su filosofía: la explicación utilitarista de la ética (…) la noción de que el hombre era suficientemente inteligente, para descubrir cuáles hábitos de acción eran más eficientes que otros; y que, como entendía cómo podía servir mejor sus intereses, fue aceptando progresivamente instituciones, como la propiedad privada, la familia y la honestidad. (…) El hombre nunca fue suficientemente inteligente como para concebir su propia sociedad, pero las practicas que le ayudaron a multiplicarse, se propagaron exactamente por esta razón. Fue un proceso de selección cultural, análoga al proceso de selección biológica, lo que hizo prevalecer a estos grupos y sus prácticas”.
Justamente porque no fueron conscientes es difícil entender –y para muchos desagradable aceptar– la relación causal entre aquellas practicas y la prosperidad de la civilización. Por ejemplo, no es raro que quienes –dando por universales sus particulares vicios morales– creen que la satisfacción humana no depende de mejorar, sino de que los demás no mejoren; ellos que defienden la igualdad como ideal supremo, nos recuerden que en otras especies sociales se puede observar una exigencia de la igualdad material identificable que puede ser entendida como una aproximación a lo que en el hombre se denominaría un sentido de justicia. Es cierto, pero es de inquirirles por qué los humanos deberíamos considerar el máximo desarrollo posible de la filosofía moral algo que se limita, primero y ante todo, a reducirnos al instinto igualitario del mono capuchino.
Acaso sería posible mantener la civilización misma, con todas sus ventajas –y en particular la civilización occidental que siempre defendió Mises– sometiéndonos a los anhelos igualitarios de la ancestral envidia, pervirtiendo el lenguaje para legitimarla como fin y recurriendo a la siempre fallida ingeniaría social como medio. No, no sería posible. Nada quedaría finalmente de la civilización ni de sus frutos. Por qué parece posible y deseable a tantos. Pues de una parte porque la manipulación de la envidia ancestral anhela el igualitarismo, y todo lo que lo legitima como fin. De otra porque el desconocimiento del complejo proceso real del orden social hace a muchos creer posible, e incluso simple, rehacerlo caprichosamente a voluntad, lo que no puede conducir sino a destrucción material y moral una y otra vez. Para Mises, que insistía en la explicación utilitarista de la moral, el conocimiento eventualmente superaría esa envidia y resentimiento que sí que identificó acertadamente como causas principales de simpatía por la idea socialista.