Trataba en mi columna anterior sobre la realidad del poder geopolítico en nuestros tiempos y el peligro para la libertad de todos que son las fuerzas filototalitarias empeñadas en destruir a los Estados Unidos desde dentro. El campo de batalla decisivo no está en las calles y las instituciones sino en las mentes. Se trata de una guerra por la opinión, de sustituir la realidad histórica por un discurso falaz mil veces repetido de mentiras y absurdos impuestos mediante la censura y la persecución de la verdad.
Una estatua de George Washington atacada por una turba de fanáticos ignorantes es un ataque a las bases morales de la república. El falaz discurso de la intelectualidad socialista estadounidense cuenta con la estúpida ignorancia de sus seguidores. La han cultivado pacientemente por décadas con escasa resistencia porque es más fácil destruir que crear y más simple desinformar que formar. La república requiere republicanos, altos estándares morales que puedan institucionalizarse mediante la democracia. Sin eso, la democracia es demagogia, clientelismo y el desorden deslizándose a la tiranía. La fuerza de una república es paradójicamente su debilidad. La libertad de expresión es un buen ejemplo. Una república no puede sobrevivir a la censura de las expresiones que ofendan a alguien, ni a mayoría ni a minoría, ni al poder ni a la debilidad, porque se funda en la tolerancia, no en la aceptación ni en consenso alguno diferente de aquél que obliga a los republicanos a no perseguir a quienes se les oponen pacíficamente.
Washington y la primera república americana
Atacar la figura de Washington es clave para quienes intentan destruir los Estados Unidos desde dentro. Las bases de los Estados Unidos como nación se inician en la cultura política de las colonias que condujo a la generación de sus padres fundadores a revelarse contra el imperio británico en defensa de aquellos derechos inalienables de todos los ingleses que la metrópoli se empeñaba en menoscabar a sus súbditos americanos. La revolución americana forzó un giro copernicano en el pensamiento político del mundo. Una frágil república fundada en la soberanía de los pueblos en rebelión contra la tiranía de un poder que dejó de ser legítimo al menoscabarla se impuso militarmente sobre una potencia de primer orden, y superó las difíciles pruebas de su propia institucionalización sin caer la demagogia y la tiranía, aunque la historia advertía que era el más probable destino de cualquier república en el siglo XVIII.
Se suele citar el invierno en Valley Forge como el momento de Washington al transformar la turba de indisciplinadas milicias provinciales en un ejército capaz de enfrentar fuerzas regulares británicas. Pero empezó en el momento en que tomó el mando de aquella indisciplinada y mal armada turba de milicias irregulares. Washington recibió el mando porque sobraban dedos de una mano para contar a los americanos con la capacidad militar para semejante desafío. Washington era un militar experimentado, legislador y terrateniente virginiano de gran prestigio y Virginia era la más importante de las colonias. El regimiento de Virginia que entrenó y dirigió tras las tempranas derrotas de su carrera militar fue en su momento la única fuerza colonial a la altura de los regulares británicos. Y lo hizo nuevamente con el ejército continental en las peores condiciones posibles.
Washington el republicano
Pero el momento clave de la temprana república tras la victoria militar y el de mayor gloria de George Washington es aquel en que sus oficiales y soldados le exigen que les conduzca en una marcha sobre el Congreso continental para exigir y obtener, por la fuerza de las armas que liberaron la república, los pagos atrasados que el Congreso no lograba darles. Aquello hubiera sido la muerte de la República. El inicio del tipo de tiranía militarista que condujo, pocos años después, a las nuevas repúblicas hispanoamericanas a interminables guerras civiles, inestabilidad y debilidad creciente. Washington lo entendía tan bien como entendía que los reclamos de sus oficiales y soldados eran justos. Evitar la rebelión militar, desmovilizar en orden al ejército continental pese a la deuda pendiente, regresar a la vida civil sin poder político alguno, son los pasos de un verdadero republicano, y de un líder cuyo prestigio entre sus tropas –y en entre la población– ganó con capacidad y sufrimiento en campañas y campos de batalla.
Este es el mismo Washington que al aceptar en primer mando civil de la nueva república en una presidencia que institucionalmente ha de crear desde la nada, al tiempo que modela la rama judicial que equilibre aquella y a la legislativa, mientras soporta campañas de desprestigio de una prensa partisana sin tocar la libertad de prensa desde el poder. Enfrenta, además, un levantamiento armado desbandando las fuerzas rebeldes sin derramar sangre. Es el mismo que tras dos periodos se niega a presentarse para la reelección consciente del ejemplo que impone a la posteridad. Un siglo y medio su ejemplo fue suficiente para detener las ansias de eternizarse en el poder de más de un demagogo. Cuando finalmente fue superada, la enmienda constitucional la impuso nuevamente en nombre de su memoria.
Washington fue un gran hombre, con virtudes inusuales y defectos comunes, consciente de las debilidades de su mundo y su tiempo. Fue finalmente uno de los pocos grandes propietarios de esclavos que legó a sus esclavos la libertad en su testamento. Estaba tan consciente del significado de sus acciones para la posteridad como de las limitaciones reales de las circunstancia políticas –y personales– que debió navegar. Ganó la libertad de la república en los campos de batalla, la defendió de su propio ejército con éxito y ejerció el poder limitado empeñándose en dejar un gobierno federal suficientemente fuerte como para mantener la unión y suficientemente limitado como para no deslizarse a la tiranía. Ese es el ejemplo que los que hoy lo atacan los aspirantes a tiranos que lo odian: el del muro contra la tiranía que sigue representando para quienes lo admiran.