Desde los albores del siglo XXI, los gobiernos de izquierda han ido extendiéndose como una mancha de aceite sobre el continente latinoamericano. Sin embargo, no hay que pensar que éste es un hecho excepcional. La realidad es que, salvo por breves períodos, nuestros gobiernos –cualquiera sea su signo– han contribuido más a retrasar que a acelerar el desarrollo de nuestras respectivas naciones. De derecha o izquierda, en gran medida todos los partidos políticos latinoamericanos son socialistas.
Algunos de nuestros países jamás salieron del pre capitalismo. Otros, como lo demuestran los elocuentes casos de Argentina, Uruguay y Venezuela, retrocedieron del capitalismo al subdesarrollo en tan solo un par de décadas. En nuestras naciones abunda la pobreza, porque desde que tenemos memoria histórica el intervencionismo gubernamental, es decir, la dictadura económica, ha sido la regla general.
Parafraseando a Karl Marx diríamos que el socialismo, en cualquiera de sus variantes, ha sido el opio de nuestros pueblos. Nos jactamos de nuestra irracionalidad económica, como si de un mérito se tratase. Solemos decir que EEUU es rico porque es “práctico”, como si fuese un defecto. Mientras que nosotros somos pobres, pero “dignos”.
Antiguamente moral y economía constituían una sola cátedra. Una medida económica era “éticamente” buena, cuando sus resultados eran beneficiosos para la comunidad. Y era considerada censurable, si ocurría lo contrario. La gran hazaña de los teóricos y políticos socialistas, es haber logrado que la gente desvincule las metas buscadas de los resultados realmente obtenidos. Una vez esgrimidos los “loables” propósitos que impulsan a sus defensores, esa acción se justifica como “moral”, sin más análisis. La enseñanza “obligatoria”, que aun siendo “privada” es controlada por el poder estatal, ha contribuido eficazmente a perpetuar el oscurantismo latinoamericano. Mientras dure esta situación, la frustración colectiva, las periódicas dictaduras, la miseria en amplias capas de la población y el subdesarrollo serán nuestros rasgos distintivos.
El liberalismo es el único sistema de ideas que, aun parcialmente puesto en práctica, ha elevado de modo espectacular la calidad de vida del hombre común. Es una doctrina que proclama que la “dignidad” humana, está indisolublemente ligada a la posibilidad de que cada persona sea la auténtica dueña de su destino. Y eso tan solo es posible si hay libertad económica plena, sin interferencias ni restricciones sindicales ni gubernamentales.
Según los liberales, lo únicos derechos que en justicia pueden ser denominados de ese modo, son los “naturales”, que son tres: a la vida, a la libertad y a la propiedad. Son inherentes al individuo. Eso significa que nadie se los otorgó y por lo tanto, nadie está facultado para quitárselos. El papel de Estado se limita a protegerlos eficazmente. Tienen como contrapartida la responsabilidad individual. Y aunque parezca una paradoja, ése es su talón de Aquiles. A muchos no les gusta reconocer que si han fracasado o les va mal, la culpa es enteramente suya.
Los estatistas proclaman los derechos “sociales”, que supuestamente son otorgados por el Estado. Son múltiples, “artificiales” y hasta contradictorios entre sí. En esas condiciones, el poder político pasa a ser el árbitro entre los distintos grupos. Numerosas personas se sienten liberadas de una pesada carga. Ahora es la “sociedad” la obligada a “protegerlos”, y ellos deben exigir que sus “derechos” sean satisfechos.
En los hechos, esas diferencias en la concepción de los “derechos”, producen resultados opuestos. Por ejemplo, el derecho al trabajo, para un liberal, significa que nadie puede interferir en las cooperaciones voluntarias entre las personas. Los contratos laborales son un acuerdo libre entre las partes. Si se llega a un convenio, es porque ambas partes se benefician. Para el liberal, los salarios mínimos y las leyes sociales están violando y perturbando un derecho humano esencial, al negarle al hombre corriente la posibilidad de decidir, qué es lo más conveniente para él. Además de ello, está demostrado empíricamente, que ese tipo de ley hace crecer el desempleo perjudicando especialmente a los que tienen menos capacitación. Es decir, a los más pobres y por ende, los que más lo necesitan.
Está comprobado que, en el mejor de los casos, la intervención estatal es innecesaria. Sin embargo, contribuye a hacer ásperas las relaciones laborales. Y, frecuentemente, a aumentar el desempleo y el trabajo informal.
El efecto moral tampoco es menor. La cooperación voluntaria y pacífica, es desplazada por la coacción y las tensiones sociales. La energía creadora no se orienta a producir, sino a obtener favores políticos. Y disemina el espíritu servil, en el tejido social.
El artículo se encuentra publicado en el muro de Facebook de Hana Fisher.