EnglishMichelle Bachelet acaba de comenzar su segundo período no consecutivo como presidenta de Chile. No han pasado ni quince días desde su asunción y ya se ha puesto manos a la obra para cumplir con su promesa electoral de realizar una reforma educativa. El objetivo declarado es “mejorar la calidad y el acceso a la enseñanza”. El medio que pretende utilizar para alcanzarlo es el que coreaban los estudiantes en sus manifestaciones hace un par de años: educación universitaria estatal, gratuita, y de calidad.
Ni en la campaña electoral, ni tampoco desde que asumió, dio a conocer cuál es en concreto su proyecto en materia educativa. Nada se sabe al respecto. No hay planes, ni siquiera pautas que orienten a la comunidad hacia dónde piensa dirigir sus pasos. Únicamente palabras bonitas, del tipo que nada dicen pero suelen caer bien.
Bachelet no comunica qué piensa hacer, pero tiene claro que va a costar mucho dinero. Es por esa razón que con gran diligencia, el lunes 31 de marzo envió al parlamento un proyecto de reforma tributaria. El eje sobre el cual gira, es elevar los impuestos a las empresas. La meta declarada es recaudar un 3% del PIB, que en términos monetarios se sitúa en unos US$8.200 millones al año.
Como es lógico, detrás de cada medida gubernamental hay una ideología que la fundamenta. La justificación que dio la mandataria chilena es la siguiente: “Mejorar la calidad de la educación no es sólo responsabilidad del gobierno, es responsabilidad del conjunto de la sociedad (…) Ese es el sentido profundo de la reforma tributaria: que todos, y en particular quienes pueden más, comprendan que tienen un deber y una responsabilidad con respecto a mejorar la educación”.
Además, tanto ella como los sectores políticos, sociales y grupos de presión que la apoyan, consideran que el aumento de impuestos es una herramienta efectiva para disminuir la desigualdad en el país. Entre ellos, podemos mencionar al senador oficialista Carlos Montes, quien declaró que es necesaria una reforma tributaria profunda “para enfrentar la inequidad” de la sociedad chilena. En su opinión, esa medida debe ser complementada con una “modificación a la normativa laboral que permita fortalecer los sindicatos y la negociación colectiva como forma de impulsar un mejoramiento de las condiciones de trabajo y las remuneraciones”.
En consecuencia, vemos que detrás de esas reformas que impulsa el gobierno chileno, hay un cierto concepto de la “Justicia”, que es el siguiente: es “injusto” que unas personas tengan más dinero que otras; es “justo” que le quitemos por la fuerza legal su dinero a unos, para entregárselo a otros, de acuerdo al criterio que prime en cada momento en los gobernantes de turno.
Dado que el senador Montes adelantó los planes gubernamentales para fortalecer a ciertos grupos de presión, específicamente a los gremios, tenemos un panorama bastante completo de la ideología que respalda las reformas que impulsan.
Lo que sucede en Chile, que va en la misma línea de pensamiento que el Obamacare —la reforma del sistema de salud del presidente de Estados Unidos, Barack Obama― es un buen motivo para analizar el concepto de Justicia. Asimismo, para analizar la relación que hay entre “desigualdad social” y “Justicia”.
En algunos casos, la desigualdad social podrá ser índice de graves injusticias. Pero las diferencias de ingresos por sí solas, no nos dicen nada al respecto. Lo que hay que indagar, es cuál es su origen. Si la riqueza de un grupo es producto de privilegios, transferencias compulsivas de ingresos y monopolios; si las normas legales están diseñadas de tal modo que impidan o dificulten el acceso de nuevos actores a los mercados; si los impuestos con que se carga a la sociedad, en definitiva, se utilizan para que unos vivan a expensas de los otros; entonces no hay duda que esa desigualdad social denota unas relaciones sociales erigidas sobre la injusticia.
Pero si se vive en un país donde la riqueza es fruto del esfuerzo, creatividad, trabajo honrado, y ahorro personal, entonces lo profundamente injusto, es quitarle al laborioso para otorgárselo al holgazán o despilfarrador. En términos morales esto viene a significar que se castiga a la virtud y se premia el vicio.
Cuando vivimos en una sociedad del segundo tipo que describimos, y comienza a primar el correlativo concepto de justicia que mencionamos, entonces esa sociedad está condenada. Pongo a la historia como testigo.
Aquellos que apetecen la “igualdad” y asimilan ese concepto al de “justicia social”, parecen no comprender que a lo que aspiran es a la esclavitud. Evidentemente, no hay nada más parecido que dos esclavos. La igualdad social extendida, en los hechos, significa que una gran proporción de la población está hundiéndose en la pobreza. Todos… menos la élite gobernante.
Ayer, al igual que hoy, una Justicia bien entendida es aquella que definió Ulpiano: “La constante y perpetua voluntad de dar a cada quien lo suyo”.
Lo demás constituye un saqueo en el que se alían los gobernantes con ciertos grupos a los que favorece. Es un intercambio de favores: apoyo político a cambio de prebendas. El hecho de que la depredación sea legal no disminuye para nada esa brutal realidad. Tampoco las “palabras bonitas” con las que se la pretende justificar.
Si la idea es construir una sociedad donde haya equidad ―entendiendo este término como Justicia, tal como la definió Ulpiano― entonces las medidas propuestas por Bachelet van en sentido contrario. La “responsabilidad del gobierno” al que ella alude, debería estar encaminada a eliminar los obstáculos y fardos legales que dificultan que las personas puedan prosperar por sí mismas. Fortalecer los fundamentos de una sociedad de personas autónomas, responsables e imputables, es el único camino moralmente justificable.