EnglishA pocos días de asumir el nuevo Gobierno de Brasil pasó lo que era predecible: uno de los ministros recién designados se vio envuelto en el escándalo de corrupción que asola a ese país. En consecuencia, el aludido, Romero Jucá, fue forzado a dimitir de su cargo.
El hecho se originó, al ser difundida una conversación en la Jucá sugería que con la presidencia de Michel Temer, habría que hacer un “pacto nacional” –que incluyera al Poder Judicial–, con el objetivo de “delimitar” las investigaciones sobre el multimillonario fraude a Petrobras. Ilícito en el cual él es sospechoso de estar implicado y en consecuencia, es indagado por la Justicia. La grabación fue registrada en marzo –cuando él era senador–, pero fue divulgada el 23 de mayo por el diario Folha de Sao Paulo.
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Al tomar estado público ésta y otras conversaciones entre Jucá y otros involucrados en la “Operación Lava Jato”, el ambiente político en Brasil se crispó. Hubo manifestaciones callejeras de simpatizantes izquierdistas –aunque no multitudinarias–, en varias ciudades importantes donde los participantes gritaban “fuera Temer” o “golpista”.
Esta situación se produjo en momentos en que el presidente interino anunciaba las primeras medidas que presentó al Parlamento, para tratar de reactivar la deprimida economía nacional. Las reformas propuestas por el Ejecutivo, van en la dirección de imponer austeridad y contención del gasto público. Con ese objetivo en mente, plantea reformar la constitución para que establezca un techo a su crecimiento. Además, propone un cambio de modelo económico que se base en una menor intervención estatal, otorgándole mayor espacio a la iniciativa privada.
La filtración de la grabación envalentonó a Dilma Rousseff y sus partidarios. La mandataria suspendida declaró que las conversaciones divulgadas de Jucá, confirmaban su denuncia de que el impeachment constituía en realidad, un “golpe” disfrazado. Por su parte Ricardo Berzoini –exministro de la Secretaria en el Gobierno–, expresó que la grabación “demuestra la verdadera razón del golpe practicado contra la democracia, y contra el mandato legítimo de Rousseff ”.
Frente a la situación planteada de corrupción generalizada entre las élites políticas y empresariales de Brasil, es válido preguntarse: ¿Sirvió de algo separar del poder a Rousseff –y junto con ella a Lula da Silva– si los demás no son mucho mejores y de una u otra forma también participaron en prácticas corruptas? ¿Realmente lo que está sucediendo es un atentado contra la democracia?
A nuestro entender, lo que está ocurriendo en Brasil es muy positivo, siempre y cuando no se trunquen las investigaciones judiciales en curso. Es decir, que los jueces continúen actuando con independencia, valentía y rigurosidad. Esa línea de acción tendría tres consecuencias políticas, sociales y morales muy relevantes:
- Se castigará a los culpables. O sea, se acabará con la impunidad.
- Se enviará un fuerte mensaje hacia el futuro, que incentivará la probidad en el manejo de los asuntos públicos.
- La democracia saldrá fortalecida al darle garantías al ciudadano común de que las instituciones republicanas funcionan y que todos realmente son tratados como iguales ante la ley.
Sin embargo, las medidas tomadas en Brasil (judiciales y políticas) son paliativas pero no atacan el problema de fondo. Es decir, el origen de la brutal corrupción. Y, mientras que no se corten las raíces del mal, los políticos, burócratas, grupos de presión y empresarios “amigos” encontrarán formas novedosas de aprovecharse de los recursos públicos.
Estatismo: campo fácil para la corrupción
La corrupción encuentra campo fértil para su propagación en el intervencionismo estatal en la economía. Cada vez que hay que pedir un “permiso” o “licencia” para realizar determinada actividad, se abona el campo para la “tentación”. Las leyes especiales para determinados sectores –fundamentadas en la falacia de “tratar diferente a los desiguales” o donde se esgrime que se estudiará “caso por caso”–, fomentan la arbitrariedad de las autoridades. Y la arbitrariedad conduce a la opacidad.
Poca transparencia, arbitrariedad, discrecionalidad e intervencionismo del Estado en la economía, fungen como incentivos para que los empresarios financien campañas políticas con el fin de más tarde recibir su “retribución”. Por lo tanto, si queremos que la corrupción se encoja a su mínima expresión –en Brasil o cualquier parte del mundo–, el remedio es claro: separar las áreas económicas y políticas. O sea, el Estado no debería tener empresas ni inmiscuirse en la cooperación social voluntaria entre seres libres. No debería tener ninguna potestad para otorgar privilegios ni inmiscuirse en los mercados. Su único rol debería ser brindar certezas jurídicas y seguridad interna y externa.
Si realmente queremos terminar con la corrupción, entonces erradiquemos los incentivos que la fomentan y le dan vida.