La izquierda uruguaya tiene un problema con la democracia. Dado el prestigio que ella tiene por doquier, no puede atacarla directamente. Además, electoralmente es suicida. Por tanto, ha utilizado diversos mecanismos para debilitarla, siguiendo la consigna marxista de “revolución”.
En las décadas de 1960 y 1970, un sector optó por la lucha armada mientras que el partido comunista y sus aliados –siguiendo las directrices de Moscú– defendían la “vía pacífica” o “democrática”. Para estos últimos, la democracia no era un fin en sí misma sino tan solo un medio para alcanzar el poder y luego perpetuarse en él. Los países del este europeo constituían una muestra cabal de dicho mecanismo.
Otro método ha sido seguir la doctrina de Antonio Gramsci. Es decir, infiltrarse y dominar las diferentes manifestaciones de la cultura, especialmente, los sistemas educativos. La meta era ser hegemónicos en la Universidad y centro de formación docente (ambos monopólicos en aquella época) porque es la forma más eficaz de “desparramar” su ideología al resto de la sociedad.
Se buscó vaciar de contenido a los términos “democracia”, “libertad” y “derechos” para ir paulatinamente desnaturalizándolos. Se utilizó el concepto de “democracia liberal” en forma peyorativa porque, según esa postura, defendía a los derechos “burgueses” y a las libertades “formales”. No se aceptaban la limitación del poder, ni el equilibrio y balanceo entre las tres ramas del Estado, ni los pesos y contrapesos que caracterizan al sistema republicano.
José Stagnaro Bonilla, en el artículo Dictadura, Izquierda y Democracia en Uruguay Transformación discursiva de la izquierda uruguaya pos dictadura, señala que “la base de todo el análisis e ideología de la izquierda revolucionaria (guerrillera o comunista) eran las dicotomías excluyentes, a partir de la que se calificaban países, procesos, individuos o fenómenos como revolucionarios o no revolucionarios”. Los primeros eran los “buenos”, los que perseguían el bien del “pueblo” mientras que los otros eran los “perversos”, los insensibles ante el sufrimiento ajeno.
El paso por la dictadura militar (1973-1985) modificó las estrategias de los diversos sectores de la izquierda uruguaya. Sin embargo, su conducta posterior demuestra que no cambiaron tanto con respecto a las ideas que defendían ni tampoco sobre el objetivo final: suplantar a la democracia liberal republicana por ese esperpento denominado “democracia popular”: aquella en cuyo nombre se cometen las atrocidades más grandes.
El aprendizaje que la dictadura dejó a los tupamaros, es que la táctica comunista es más eficaz que la suya. Es decir, alcanzar el poder mediante el voto popular para luego ir desvirtuando al sistema republicano. Es lo que han venido haciendo desde que José Mujica fue presidente en 2010. En apariencia, Uruguay sigue siendo una democracia “plena” (The Economist dixit) pero los observadores atentos sabemos que paulatinamente va quedando solo el cascarón.
Y, si bien es cierto que hay ciertos grupos dentro de la izquierda que son republicanos, también lo es que no defienden con resolución su posición. Entonces, ¿serán tan democráticos? ¿O en su escala de valores el atornillarse al poder con sus privilegios está muy por encima de sus principios?
El resultado es que la izquierda radical dirige la política interior y exterior en Uruguay y los “moderados” los dejan hacer.
Estudios de opinión realizados entre dirigentes izquierdistas cuando el Frente Amplio (FA) estaba cercano a ganar las elecciones, demostraron que la “viejas” ideas todavía teñían muchas de sus concepciones “modernas”. Por ejemplo, de que quien gobernara podía hacer lo que quisiera.
Siendo presidentes, tanto Tabaré Vázquez como Mujica han expresado poco agrado hacia la limitación de su poder. Ambos han ahogado económicamente al poder judicial y órganos de contralor, lo cual demuestra que tanto conceptualmente como en la práctica, los gobernantes izquierdistas tienen dificultad para comprender y aceptar que los poderes del Estado deben ser independientes porque de lo contrario, estamos bajo una tiranía.
Quizás por eso -y por los “favores” que le deben a la dictadura chavista- es que hacen papelón tras papelón internacional.
Veamos diferentes ejemplos:
En 2016, el canciller Rodolfo Nin Novoa sostuvo que Venezuela tiene “una democracia, yo diría autoritaria, pero no hay una ruptura institucional, el día que la haya, veremos”.
En 2017, durante una gira que Vázquez estaba realizando por Europa, concedió una entrevista a la Deutsche Welle. Cuando la entrevistadora le interrogó sobre la situación en Venezuela, aseveró sin sonrojarse que allí existe una democracia. Fundamentó su afirmación en que “hay un Poder Judicial funcionando, un Poder Legislativo funcionando (donde la oposición es mayoría) y hay un Poder Ejecutivo con su presidente y vicepresidente. Esta es la figura fría del Estado venezolano”.
Y cuando la periodista expresó que si “el hecho de que un poder como el Legislativo en Venezuela no logre hacer prosperar ninguna de sus iniciativas, no significa que no es parte de un juego democrático sano”, Vázquez contestó: “Puede ser […] Quizás no sea la democracia que estamos, por ejemplo, acostumbrados en mi país”.
En 2019, a Nin Novoa le preguntaron: “A su juicio, ministro ¿hay democracia o no hay democracia en Venezuela?” Su respuesta fue: “Hay crisis democrática en Venezuela […] Maduro es un gobernante elegido por 9 000 000 de votos, el 31 % del total de los votos del padrón electoral”. Para fortalecer su opinión sobre la legitimidad democrática de Maduro, expresó: “Trump tuvo 27 %; Theresa May el 29 %; Pedro Sánchez el 15 %; y Emmanuel Macron el 11 % del padrón electoral”.
Abundando en su pensamiento, declaró que “si se habla de la ilegitimidad del gobierno de Maduro, francamente, es más ilegítimo una autoproclamación. […] Encontramos inadmisible que una persona se autoproclame presidente de la República”, refiriéndose a Juan Guaidó, nombrado presidente encargado por la Asamblea Nacional. Aseguró que por eso, “el gobierno uruguayo nunca reconocerá al líder de la oposición como presidente de Venezuela”.
En otra ocasión, Nin Novoa expresó que “si hay compañeros que dicen que en Venezuela hay democracia, yo tengo matices […] Pasa que en un país como Uruguay, donde hay democracia plena, la vara está muy alta y es muy difícil catalogar a otros países como democracias plenas”.
Mujica también reveló su auténtico rostro. Al ser consultado sobre las imágenes en las que se veía a una tanqueta militar atropellando a personas en las calles de Caracas, expresó: “No hay que ponerse delante de la tanqueta […] Si usted sale a la calle se expone”.
Tras el contundente informe de Michelle Bachelet –Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos– sobre la terrible situación imperante en Venezuela, un periodista le preguntó al vicecanciller Ariel Bergamino: “¿No estamos ante una dictadura que reprime?”.
Bergamino respondió: “Estamos ante una situación altamente preocupante, una desvalorización del sistema democrático, un proceso de descrecimiento de la institucionalidad democrática”. Y le increpó al periodista: “Yo digo lo que quiero” sobre Venezuela, sobre si es una dictadura o no. “¿Usted me entrevista para qué? ¿Para que diga lo que pienso o para que diga lo que (usted) quiere?”.
Frente a gente de esta catadura moral, no es de sorprender que cuando Bachelet solicitó colaboración a diferentes gobernantes latinoamericanos para entrevistar (con total discreción para que no se enteraran los cubanos ni los chavistas) a exiliados venezolanos en sus respectivos países, no les haya dicho nada a los uruguayos.
Un abismo moral, humanitario y político separa a la izquierda democrática del Frente Amplio. ¡Cómo será la cosa que hasta la socialista Bachelet ha puesto distancia con sus pares uruguayos!
En conclusión, poco ha cambiado la izquierda uruguaya desde que en los 1960 dividía al mundo en “buenos” y “malos” según fuera su posición ideológica, sin importar cuán aberrantes fueran sus acciones.