Rodney King fue perseguido por millas y detenido a un costado de la autopista. Conducía ebrio y a gran velocidad. Fue arrestado y víctima de abuso policial, terminó en un hospital con tres operaciones. El video del incidente, grabado desde una ventana cercana, apareció dos días más tarde en todas las estaciones de televisión del país. Cuatro oficiales de policía terminaron en un juzgado.
El hecho ocurrió en marzo de 1991. El juicio concluyó el 29 de abril de 1992 con la absolución de los imputados. Violencia racial dos veces: no había un solo afroamericano formando parte del jurado. La protesta derivó en una revuelta que fue controlada recién cuando intervinieron la Guardia Nacional de California, una división de infantería del ejército y otra de los marines, y después de un mes de saqueos, incendios intencionados y 63 muertes.
Fueron los “LA riots”. Docenas de episodios similares han ocurrido desde entonces, así como tantos otros habían ocurrido antes. Aquella revuelta, casi tres décadas atrás, definitivamente cambió la deliberación pública sobre relaciones raciales. No alcanzó, sin embargo, para interrumpir un patrón de violencia policial con marcado sesgo racial. En esta problemática se inscribe el caso de George Floyd, quien tuvo menos fortuna que Rodney King.
Más allá de las diferentes maneras de manifestarse, más o menos explícitas, la violencia y el racismo son constitutivos de la sociedad qua sociedad, en Estados Unidos y en todas partes. La diferencia fundamental es que Estados Unidos es una sociedad abierta, dichos conflictos están a la vista del mundo entero.
Justin Trudeau se arrodilla en homenaje a Floyd, pero también debería hacerlo por la violencia sufrida por mujeres y niñas indígenas, “racismo y misoginia que forman parte del tejido de la sociedad canadiense, una violencia estructural ocultada por generaciones”. Esto último según un informe producido por el propio Estado y que habla de “genocidio”, por citar un ejemplo.
La violencia tiene que ver con las asimetrías que se derivan del proceso de definición de derechos, en este caso entre diferentes grupos raciales. Ampliar derechos “empodera”, decimos con frecuencia. Es decir, otorga poder a los beneficiarios de dicha expansión, por definición reasigna recursos materiales y/o simbólicos. Con lo cual es contingente como toda disputa política y, por ende, fuente de conflicto.
La historia de la construcción de ciudadanía es una perenne ampliación y contracción de derechos en el tiempo. Nunca es una historia lineal, mucho menos aséptica. Es un proceso conflictivo, contradictorio y con frecuencia traumático. De ahí la violencia.
En Estados Unidos es imposible no rastrear dicho trauma hacia atrás hasta llegar a esa suerte de “conflicto originario”. Tómese lo siguiente como parábola. Cuando el General Robert E. Lee, comandante del ejército de la Confederación, firmó la rendición el 9 de abril de 1865 en realidad fue una rendición a medias, temporal. Es que la ocupación del Sur confederado por las tropas federales—la Reconstrucción—concluyó en 1877 con la devolución de poderes soberanos a dichos estados.
Ello dio inicio al régimen de la segregación, Jim Crow. El proceso de ampliación de derechos fue truncado, los esclavos emancipados por la Orden Ejecutiva del Presidente Lincoln de 1862 quedaron en un estado de ciudadanía parcial. Recién 87 años más tarde, a través de la legislación de 1964 y 1965, se convirtieron en ciudadanos con plenos derechos civiles y políticos.
El racismo también es una institución, considérese este ejemplo adicional. En el estado de Virginia, río de por medio con la capital de la nación, recién en 1968 el matrimonio dejó de ser definido como “el derecho de un hombre y una mujer—de la misma raza—a casarse”. El matrimonio interracial era ilegal, se veía como una amenaza a la naturaleza humana.
Lo anterior como contexto histórico. En estas protestas de hoy es importante analizar algunos precipitantes que sirvieron de combustible. La indignación social no puede desvincularse de las tensiones producidas por la pandemia. A saber: la crisis de atención médica, la enfermedad y su incertidumbre, el número de muertes, el confinamiento opresivo, sus efectos secundarios—violencia doméstica entre ellos—la recesión y el desempleo; 38 millones en el pico de mayo y literalmente de la noche a la mañana.
Ello cabalga, además, sobre un crecimiento sostenido de la desigualdad desde los años ochenta y la dramática caída de la movilidad social ascendente. Como ejemplo, los costos de la matrícula universitaria aumentan alrededor de 10% cada año desde hace tres décadas, 6 puntos por encima de la inflación. La educación ya no es garantía de empleo, solo asegura una deuda difícil de pagar para toda una generación de jóvenes. La frustración social es importante, el sueño americano ya no es como entonces.
Esos jóvenes, algunos con difusas ideas “anarquistas”—nótese la foto que acompaña esta columna, la “A” pintada en el frente del Departamento del Tesoro—se hicieron parte de las protestas, las cooptaron en algunos lugares y produjeron desmanes y saqueos indiscriminados en varios. El vandalismo desvirtúa y contamina un reclamo legítimo. Para ciertos operadores políticos infiltrados en la protesta el objetivo no es la justicia racial sino la desestabilización de las instituciones del país.
La violencia además agudiza la polarización. Siempre se acusa a Trump de promover dicha polarización, pero Trump es efecto de la misma, no su causa. Dicha tendencia es muy anterior a su ingreso en la política en 2015. La polarización es consecuencia de los conflictos asociados a la desigualdad en aumento, una economía en transformación acelerada, con ganadores y perdedores repentinos, y un sistema democrático que cada vez representa menos y legisla peor.
Buena parte de ello tiene que ver con un verdadero cartel—el sistema bipartidista—que se reparte a discreción el diseño de los sistemas electorales en los estados y consolida feudos donde el poder jamás cambia de mano. De ahí que la elección presidencial siempre se limite al resultado de 4 o 5 swing states y que la tasa de retención de escaño sea comparable a las de China y Cuba.
Trump es el beneficiario de todo ello, no el autor. Su discurso antipolítica es precisamente la intuición que le permitió capitalizar estas profundas disfuncionalidades institucionales.
Coronavirus, recuperación del empleo, violencia racial, todo es parte de la campaña electoral de unos y de otros. Algunos en la “izquierda”, con comillas, parecen entender dicha campaña en términos de exacerbar ahora la polarización racial. Es la receta para más conflicto y probablemente más violencia.
Llegado noviembre, también podría terminar siendo la receta para reelegir a Donald Trump. La simple demografía alcanza para predecir el resultado electoral con base en el voto de un adulto blanco, no-urbano, conservador y ahora atemorizado. Y que, por ende, saldría a votar en proporciones más altas que los promedios históricos de participación electoral.