EnglishHace algunos meses me referí en otro artículo al amenazante vecindario en el que se encuentra situada Colombia. Más allá de las declaraciones no amistosas en contra del país, también han existido otro tipo de ataques. El más reciente es la nueva demanda que presentó el gobierno de Nicaragua ante la Corte Internacional de Justicia.
En 1928, a través del tratado Esguerra – Bárcenas, se estableció la soberanía colombiana sobre algunas islas y territorio marítimo del mar Caribe. No obstante, con la llegada al poder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1979, este tratado fue desconocido unilateralmente por su líder Daniel Ortega. Desde ese momento, Colombia dejó que el conflicto se acrecentara hasta que Nicaragua demandó al país ante la Corte en 2001. La sentencia, publicada en noviembre de 2012, ratificó la soberanía de Colombia sobre las islas, pero le otorgó el reconocimiento de una porción importante de las aguas a Nicaragua.
No contentos con el desenlace, en septiembre de 2013, Nicaragua regresó a la Corte con una segunda demanda en la que solicitó la definición del límite marítimo para los dos países y una extensión del territorio previamente recibido. Así, la actual se convierte en la tercera demanda que presenta el país centroamericano en contra de Colombia. En esta ocasión, el argumento esgrimido sostiene que Colombia es una amenaza para la seguridad de Nicaragua por no haber cumplido aún la sentencia de hace un año.
Más allá de las discusiones jurídicas, esta demanda refleja cuatro hechos. Primero, es al menos paradójico que Colombia sea demandada por supuestamente amenazar la seguridad de un país que se ha armado en los años recientes y que ha establecido acuerdos de cooperación militar con Rusia e, incluso, con Estados Unidos.
Segundo, en América Latina, aún se cree que una de las fuentes del poder es el territorio. Es decir, un juego de suma cero. Tercero, la demanda deja en evidencia que los gobernantes de esta región consideran que la riqueza nacional es igual a los recursos naturales con los que cuente. No obstante la experiencia demuestra que estas dos ideas están equivocadas.
Además de lo anterior, en cuarto lugar, se reflejan los problemas del denominado derecho internacional público. Colombia, como otros países en el pasado, ha tardado en cumplir con la sentencia porque considera que la decisión se tomó a partir de consideraciones políticas y no jurídicas. Además, no existe una amenaza creíble que obligue a cumplirla en el futuro. Lo anterior se debe a que esta Corte, como otras del ámbito internacional público, no tiene representatividad, reconocimiento ni autoridad.
Este caso puntual refleja otros hechos para Colombia. Es cierto que la demanda se debe, en gran parte, a que el gobierno de Juan Manuel Santos prefirió adoptar una confusa e ingenua estrategia de “se acata, pero no se cumple”. No obstante, en la constante – y sana – autocrítica que caracteriza al sector intelectual y académico del país, la discusión solo se ha concentrado en este error de Santos.
Pero limitar el análisis a esto es olvidar que la demanda ante La Haya también forma parte de las prácticas internacionales de modelos como el nicaragüense. El gobierno de Nicaragua necesita de la confrontación porque es necesaria para evadir la atención sobre su incapacidad para cumplir sus promesas. Así, justifican la necesidad de establecer regímenes totalitarios – construyéndose como interesados por la defensa de los desvalidos.
Por lo anterior, Colombia debe repensar su política exterior en dos ámbitos. Por un lado, en la relación con sus vecinos, se debe abandonar el idealismo sobre la posibilidad de establecer relaciones armónicas de largo plazo. Los gobiernos colombianos deben reconocer que no por darles la razón en todo o por darles voz en los asuntos internos, los ataques cesarán. Al contrario, estas acciones les dan más posibilidades para estimular una mayor inestabilidad en el país.
No se trata de enfrentarse militarmente ni de romper relaciones con ellos. Más bien, se trata de crear una estrategia que parta del reconocimiento de las lógicas de acción internacional de estos regímenes y de los límites que la diplomacia tiene en la garantía de tener buenas relaciones con ellos, a la par que Colombia cumpla con sus objetivos.
Por otro lado, Colombia debe repensar su apego tradicional al derecho internacional público. Es común pensar que éste es la mejor herramienta para los países débiles porque les permite avanzar sus intereses. Sin embargo, la demanda reseñada demuestra que muchas veces esta idea no es cierta.
La idea no es convertir al país en un paria, por fuera de las instituciones creadas por el derecho internacional. Al contrario. Frente al hecho objeto de este artículo, es urgente una negociación directa con el gobierno nicaragüense. No obstante, para prepararse frente a futuros ataques – que sí llegarán – el país debe superar la creencia de que el derecho internacional público el mejor instrumento para protegerse.
La mejor estrategia posible frente a futuros ataques es que la política exterior se convierta en un medio más para contribuir al proceso de desarrollo. Como éste solo es resultado de la capacidad que tengan los individuos para tomar sus propias decisiones y una de sus expresiones más importantes es la posibilidad de hacer intercambios con quien se desee y de facilitar la labor de los empresarios, la política exterior debe estar basada en una mayor apertura comercial y financiera, amable a la atracción de la inversión extranjera.
Los ataques de los vecinos continuarán y el derecho internacional será incapaz de proteger al país. Pero con una política exterior como la planteada se facilitará el logro de la creación de riqueza, factor clave en el ámbito internacional. Lo demás demuestra, una vez más, el fracaso del Estado incluso en las funciones para las que fue creado.