EnglishDurante las últimas semanas, la multinacional minera Drummond ha sido objeto de todo tipo de críticas en Colombia. Aunque existen hechos que explican esta molestia, una causa de fondo, preocupante, está detrás de la indignación.
En 2013, esta multinacional aceptó haber contaminado la ciénaga de Santa Marta. En respuesta, el Estado colombiano la sancionó, no solo con multas, sino imponiéndole un cambio en la forma de embarcar el carbón. El actual debate comenzó porque la empresa anunció el incumplimiento del plazo otorgado por las autoridades ambientales para cumplir con esa segunda disposición.
Algunos analistas han recibido este anuncio como un acto de rebeldía por parte de la empresa. Políticos e intelectuales han denunciado los daños ambientales, los efectos sobre la salud de los trabajadores y la supuesta actitud desafiante frente al Estado. Como ya es costumbre, el gobierno colombiano, decidido a satisfacer lo que le exijan las mayorías, anunció nuevas sanciones y regulaciones.
No es que la empresa haya desconocido los hechos, que se rehusara a pagar, que causara nuevos daños o que hubiera presentado su decisión de no cumplir. No. El escándalo se debe a que anunció, de manera transparente, que no pondría en funcionamiento el nuevo puerto de embarque ahora, sino unos meses después. ¿Por qué la reacción social no se compadece con la realidad de lo expresado por la compañía?
Es posible sostener que, infortunadamente, lo que refleja esta oleada de indignación es una visión negativa que tenemos los colombianos frente a las empresas y los empresarios.
En la Encuesta Global de Valores (World Values Survey), ante la pregunta sobre si los ciudadanos confían en las empresas, el 10,4% de los encuestados afirma que lo hace en gran medida, el 36,3% lo hace bastante, el 32,2% no confían mucho y el 21,1% no confían en lo absoluto.
Estos resultados adquieren su verdadera dimensión cuando se comparan con los que obtiene la Policía Nacional (15,8%, 34%, 29,7% y 20,6%, respectivamente), las fuerzas militares (26,6%, 33,3%, 23,2% y 15%) y hasta el gobierno (14,5%, 35,8%, 28,5% y 19,8%). Los colombianos muestran una visión mucho más positiva en materia de instituciones estatales, que hacia el sector privado.
Se podría pensar que las encuestas reflejan el impacto que los abusos cometidos por las empresas en el país han tenido en los ciudadanos. Puede ser. Sin embargo, han existido otros casos en los que, sin siquiera haber iniciado operaciones, las multinacionales han sido objeto de escándalos. Esto sucedió con la multinacional de venta de café, Starbucks, la cual en 2013, presentó su plan para abrir tiendas en Colombia. La reacción fue inmediata: una preocupación e indignación nacional emergió en los colombianos.
De preocupación porque sentían que los establecimientos de café locales estarían amenazados. No se pensó que, tal vez, la competencia implicaría mejoras en la calidad y un incremento en el número de opciones, lo que beneficiaría a los consumidores y a los pequeños productores. La indignación corrió por cuenta de los temores de siempre, según los cuales, la llegada de esta multinacional cambiaría la cultura de consumo de café en el país.
Lo peor es que ya existen antecedentes que permiten demostrar lo infundado de estos temores. La llegada de McDonald’s a Colombia no amenazó el éxito de su principal competidora nacional, El Corral. De hecho, en la actualidad es esta empresa colombiana la líder en el sector de hamburguesas. ¿La ganancia? Los consumidores tienen más opciones y muchos colombianos, sobre todo jóvenes, tienen nuevas posibilidades de adquirir un trabajo.
Lo anterior no es plantear que la Drummond pueda hacer lo que quiera. Si se alió con grupos paramilitares, si afecta gravemente al medio ambiente, si no responde por los daños comprobados en la salud de sus trabajadores, debe pagar por ello. El punto es que, hasta ahora, no existen indicios que permitan pensar que la compañía no acepte su responsabilidad cuando haya incurrido en alguno de los anteriores excesos.
Mientras tanto, en Colombia debe dejarse la visión de las empresas como demonios cuya única razón de ser, es causar daño. No solo es que no se acepten los beneficios que éstas generan, sino que, como en este caso, se exageran las razones e implicaciones de incumplimientos parciales. Las empresas no son buenas ni malas desde la dimensión moral. Pero sí son actores determinantes para un país. Además, el que sean multinacionales no debe ser visto como una amenaza sino con optimismo y admiración: su tamaño es muestra de decisiones acertadas, calidad e innovación, entre otras.
Considerar el emprendimiento como algo negativo, sea éste nacional o internacional, es un obstáculo al desarrollo. La creación de riqueza es función de las empresas y de sus creadores, los empresarios. La persecución irracional del empresariado, eso sí debe causar indignación: ¿No nos lo ha demostrado lo suficiente nuestro vecino, Venezuela?