EnglishLa creencia según la cual el Estado es una organización superior, la más importante de una sociedad, está tan arraigada que se ha convertido en parte, incluso, del lenguaje que utilizamos. Por ejemplo, para afirmar que un representante ha hecho un buen trabajo se suele afirmar que “ha mejorado la economía” o que “ha creado empleo”. Olvidamos con esas expresiones que un solo personaje no puede hacer ninguna de las dos.
La fuerza de la realidad se encarga de mostrarnos que ese tipo de ideas están equivocadas. La evolución de los complejos fenómenos sociales demuestra, en algunos casos, que el Estado es una organización más, aunque deba cumplir con funciones que, como la de seguridad, requieren del poder coercitivo. Pero lo más importante es que los hechos demuestran que los ciudadanos pueden asumir muchas de las funciones que tradicionalmente se han considerado como potestad única del poder gubernamental.
En Bogotá, la capital de Colombia, tenemos dos ejemplos interesantes en este sentido. El primero es que un grupo de empresarios se ha unido para proponer proyectos de infraestructura que requiere la ciudad. El segundo es que el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU), encargado de la construcción de espacios públicos, creó un programa, “Obra por tu lugar”, en el que los ciudadanos deciden directamente y pagan por parte de la construcción de infraestructura para su entorno más cercano, como parques o vías.
Estos dos ejemplos significan que, por un lado, los ciudadanos se han dado cuenta que el gobierno local no actúa en favor de un nebuloso concepto de “bien común”, sino que son ellos los que deben establecer las obras concretas que deseen y presionar para que éstas se hagan. Por el otro, es el mismo Estado el que está reconociendo su incapacidad para cubrir todas las necesidades y, por esta vía, reconoce la importancia de la acción directa de los individuos unidos por la cooperación voluntaria.
Es de resaltar que esto está sucediendo en una ciudad que luego de una década de pésimos gobiernos de izquierda populista, está atravesando una profunda crisis en todas las dimensiones (movilidad, seguridad, infraestructura). En este sentido, la crisis se convirtió en una oportunidad para el reconocimiento, tanto de ciudadanos como de entidades públicas, de la conveniencia de una extensión del ámbito en el que los actores privados puedan resolver sus propios problemas y satisfacer sus necesidades de espacio público.
Además de lo anterior, estas dos incipientes experiencias pueden tener otros efectos deseables en el mediano y largo plazos. Por un lado, los ciudadanos bogotanos pueden llegar a reconocer a la larga que la cooperación entre sí da más y mejores frutos que esperar a la acción de un eventual representante supuestamente benevolente. En última instancia, este reconocimiento significaría la puesta en duda de algunas funciones que han sido asumidas como que deben ser adelantadas por el Estado, pero que pueden ser alcanzadas por la acción directa de pequeñas agrupaciones sociales.
Por el otro, este reconocimiento podría llevar a que las futuras administraciones en Bogotá tengan una mayor claridad y limitación en el tipo de iniciativas que decidan ejecutar. En otras palabras, esto llevaría a una disminución en las funciones del gobierno bogotano y, por esa vía, a un incremento en el cumplimiento de las funciones que éste adelante.
Como resultado de los dos fenómenos anteriores, las iniciativas señaladas pueden ser el comienzo para que, en un futuro no muy lejano, los electores decidan menos por el talante populista de los candidatos, y más por su capacidad para asumir el cargo de representante de los ciudadanos y su compromiso con el mejoramiento de las condiciones para que sean los mismos individuos los que decidan sus prioridades locales.
Es cierto que las mencionadas son iniciativas muy incipientes. También es cierto que, a pesar de ellas, la administración del alcalde Gustavo Petro sigue actuando bajo la lógica de la izquierda populista latinoamericana (esto es, no cumple ninguna de las funciones que debe cumplir, mientras se dedica a dar golpes mediáticos con la ejecución de eventos inútiles o de muy poco impacto real para la ciudadanía en general). También es cierto que, cada una, tiene desafíos y peligros a futuro. La primera puede ser una forma más de entronización del entorno privado en el público, y que, a la larga, se convierta en una estrategia más para fortalecer el capitalismo de amigotes en la ciudad. También es cierto que ese tipo de programas, como el del IDU, serían mejor recibidos si no fueran convocados por el gobierno, sino decididos e impulsados por los ciudadanos.
Solo el tiempo lo dirá, pero puede que estemos ante la semilla de una nueva relación, menos dependiente, de la ciudadanía con la organización gubernamental. Una nueva relación tan urgente como grave es la crisis que atraviesa la ciudad.