EnglishHace algunos días, en Colombia, apareció una noticia sobre cómo los jóvenes provenientes de familias con ingresos altos y que quieren ser jugadores de fútbol, son intimidados por sus compañeros de menores ingresos. Aunque este hecho pueda parecer anecdótico, en realidad es reflejo de la visión negativa que se ha extendido sobre la creación de riqueza y, en particular, sobre quien la posee.
Esta visión no solo genera acciones directas en contra de “los ricos”, sino que se basa en una construcción sobre lo que ellos son. Socialmente se comparten concepciones binarias sobre la noción de riqueza que se engloban en que “los ricos” son malos, mientras que “los pobres” son buenos.
Pero esta no solo se acepta a nivel popular, sino que también se apoya en lo que se podría denominar la racionalización de la envidia. El ejemplo más reciente de este fenómeno es el famoso libro de Thomas Piketty, El Capital en el Siglo XXI (2013).
En este, el economista francés dedica más de 600 páginas, con un sólido sustento empírico, a expresar una sola idea: Hay que penalizar a los que tienen riqueza. La mayoría de críticas al libro se han hecho sobre su concepción de la desigualdad y el impacto de esta en el mundo.
Para Piketty, la desigualdad parece ser algo negativo porque sí. Por un lado, él mismo reconoce que no es un problema económico (como sí lo es la pobreza), ni que tiene efectos indeseables en ese ámbito (a excepción de una extraña y casi desesperada relación que el autor establece entre la desigualdad y la reciente crisis financiera).
Por el otro, el autor afirma durante todo el libro que la desigualdad podría generar un problema social, por el descontento de las mayorías. ¿Quiénes son esas mayorías? No lo menciona, aunque hace dos alusiones al movimiento Occupy Wall Street. ¿Cuál será el resultado de ese descontento? Tampoco lo anticipa concretamente. Por el temor que demuestra el autor (como para dedicarle todo el libro y una investigación tan profunda) permite pensar que él contempla los peores fenómenos, incluso, de guerra o revolución.
Se podría profundizar en este tema. Pero el punto es que, como había señalado antes, este es el ejemplo más concreto —y exagerado— de la racionalización de la envidia. El problema para el autor no es la pobreza sino la existencia de riqueza. Por ello, Piketty, quien cree que con las series estadísticas que ha construido posee todo el conocimiento posible de la ciencia económica, intenta esconder, sin éxito, su molestia por la existencia de personas ricas.
Su argumentación sobre el supuesto crecimiento inexorable de la desigualdad lo explica desde dos dimensiones. Primero, el capital transmitido intergeneracionalmente a través de herencias. Segundo, los salarios de los gerentes.
Piketty racionaliza la envidia al disfrazar su molestia con un intento, fallido, de volver objetivo algo que es subjetivo. Por ello, afirma, por ejemplo, que los salarios de los ejecutivos —para él exagerados— son injustificados porque él dice que su productividad marginal no se puede medir.
Poco importa que ese tema lo haya abordado hace mucho tiempo, Ludwig von Mises en su obra Acción Humana. De igual forma, considera que las herencias son injustificadas porque supuestamente los herederos no trabajan y porque, según el autor, todas las fortunas tienen un componente de robo (algo que nunca demuestra).
¿El resultado de la racionalización? La recomendación de que los capitales heredados tributen para incrementar el recaudo con fines de redistribución, de mantenimiento del Estado de bienestar y para pagar la deuda pública. Esto último porque para T. Piketty eso de los derechos de propiedad, además de una molestia, es un obstáculo menor: Si los estados están endeudados, pero existe una acumulación mayor de capitales privados, estos deben ser utilizados para pagar esas deudas. Es decir, los ricos del mundo deben responder por la irresponsabilidad de los funcionarios.
En cuanto a los altos salarios, la “solución” de Piketty es, literalmente, una solución final: Estos deben extinguirse con impuestos, no para incrementar el recaudo, sino para penalizar su existencia, que el autor en su insuperable conocimiento por las estadísticas que maneja considera injustificables.
Con esto, no sorprende que existan casos como el de la noticia inicial. En la sociedad actual, con la excusa de una porosa concepción de “justicia social”, se ha convertido en obligatoria una moral de autosacrificio que escandalizaría a Ayn Rand. No solo ayudar se convirtió en obligación y dejó de ser una decisión. También, esa moral se basa en sentimientos antisociales como la envidia, ahora racionalizados.
Odiar a los ricos es lo políticamente correcto. No obstante, también es un error. Thomas Piketty, en su afán por racionalizar un sentimiento tan banal como su propia envidia, olvida en su extensa argumentación que también existe otra revolución posible: la de Atlas. Esa sí es la que habría que evitar, pero todo apunta a que es la que se está buscando.