EnglishLa semana pasada se aprobó en Colombia el Plan Nacional de Desarrollo. Este pretende reunir en un acto legislativo el conjunto de políticas que el Gobierno implementará en sus cuatro años de ejercicio.
Lo primero que salta a la vista es que, así los lectores no lo crean, en Colombia se tienen varias creencias –en el sentido metafísico de la palabra– equivocadas. Primero, que el desarrollo es algo que se puede lograr a través de la acción del Gobierno de turno; segundo, que, para lo anterior, es necesaria una planificación exhaustiva. Tercero, que las propuestas de un candidato son, por definición, las adecuadas para la generación de desarrollo; cuarto, que solo con ponerlas en un papel y hacerlas aprobar por el Congreso, esas políticas no solo se implementarán, sino que también serán efectivas.
¿Ven? Todas esas creencias requieren de pura fe por parte de los ciudadanos, porque no existe ni evidencia ni lógica alguna detrás de ellas. Al contrario.
Y es tan al contrario que esta práctica, la de la planificación, comenzó por lo menos desde el año 1970, durante el gobierno de Misael Pastrana, cuando se aprobó el primer plan de desarrollo. Lo interesante es que cada cuatro años se aprueba un nuevo plan que no solo no se cumple, sino que además no logra su objetivo: más de cuarenta años planeando el desarrollo y Colombia aún es un país no desarrollado. ¿Qué evidencia necesitan para reconocer, entonces, que esta práctica es un fracaso? Pura cuestión de fe.
Los planes de desarrollo son una herramienta fácil para que los Gobiernos eviten el control político por parte del Congreso
Claro está, la fe es la que tienen los que creen en los planes y en que, algún día, estos serán efectivos. Pero no es la fe la que explica la utilización de esta herramienta, la de los planes, por parte de los tomadores de decisiones. Ellos no desconocen los resultados, ni son ingenuos, ni bienintencionados. Los políticos no son ninguna de las anteriores, en ninguna parte. Pero los políticos colombianos son el paradigma.
La perpetuación de la utilización de este esperpento tiene otras explicaciones. Por un lado, los planes son una herramienta fácil para que los Gobiernos eviten el control político por parte del Congreso. No es que éste sea muy estricto en Colombia. De hecho, el control político es insignificante, debido a que los congresistas colombianos actúan guiados por un único interés: recibir recursos del Gobierno Central para invertir en quiénes los eligen –y los seguirán eligiendo– y, en muchos casos, para enriquecerse ellos mismos.
El punto es que el plan de desarrollo facilita aún más el proceso de aprobación. Por ley, cada Gobierno debe contar con uno de ellos. En consecuencia, así haya discusiones y transacciones entre el Gobierno y los congresistas, el proyecto se aprueba sí o sí y, además, en un periodo de tiempo corto, estipulado también por ley.
Además de las especificidades de la aprobación, los planes de desarrollo, así sean inútiles para cumplir con su nombre, resultan siendo muy útiles para los Gobiernos.
Para confundir, para mantener la fe, se siguen denominando planes de desarrollo. Así el nombre y la realidad sean absurdos
Por un lado, cada Gobierno incluye, de manera detallada, todo lo que pretenda hacer y, claro está, adónde irán los recursos de su cuatrienio. No es necesario que exista coherencia alguna. Todo lo que se le ocurra al Gobierno de turno puede incluirse y justificarse como necesario para el “desarrollo”. Desarrollo, obvio, de la riqueza de los políticos y de sus amigos. Puro capitalismo de amigotes.
Por el otro, algo evidente en el plan aprobado la semana pasada, los planes crean por la puerta de atrás, sin mayor discusión, más mecanismos para quitarles sus recursos a los ciudadanos. Eso sí, los funcionarios, haciendo lo que mejor hacen (confundir), justifican el plan haciendo uso de dos engaños: o que no son nuevos los nuevos tributos o que es necesario hacerlos por el “bien superior del país”. Es decir, de ellos mismos.
Esto sin contar con que, según ha anunciado el mismo Gobierno, a finales de este año se hará una reforma tributaria “estructural”. Mejor dicho, una nueva escalada de impuestos para los trabajadores y empresarios con el fin de financiar nada más ni nada menos que lo que quiera el presidente de turno que, como es de esperarse, para nada servirá en términos de generación de desarrollo.
Así las cosas, los planes enriquecen más a los políticos, parásitos de la sociedad, y a sus amigos empresarios que son de todo menos empresarios en el sentido capitalista. Son, si se quiere, “empresarios de la política”. Y esto lo hacen con los recursos de los ciudadanos que todos los días trabajan y que no pueden acceder a los privilegios creados por el Gobierno de turno. Una redistribución constante de la riqueza de abajo hacia arriba. Pura negación del desarrollo.
A pesar de ello, para confundir, para mantener la fe, se siguen denominando planes de desarrollo. Así el nombre –y la realidad– sean absurdos.