EnglishComo deseo de año nuevo, muchos ciudadanos colombianos deberían tener como propósito ser coherentes. O, por lo menos, a entender que sus deseos colectivos, por muy bienintencionados que sean, cuestan y alguien tiene que pagar ese costo.
En los primeros días del año, se hizo evidente evidente el apoyo mayoritario —y no puede dudarse, políticamente correcto— a cualquier medida que implicara una mayor acción del Estado. La intervención en la economía no sólo se considera necesaria sino que se exige. Según se sostiene, sólo si el Estado interviene en la economía, se pueden solucionar problemas reales como la pobreza, o imaginados, como la desigualdad.
Poco importa que, como se ha demostrado en estas páginas, es falso que el Estado colombiano no sea intervencionista. En consecuencia, la intervención, en lugar de cumplir sus objetivos, sólo ha servido para impedir, precisamente, que los pobres dejen de serlo; y para que las desigualdades sean resultado de decisiones políticas que sólo generan privilegios y asignación de recursos, según consideraciones que nada tienen que ver con el mercado.
Pero, además de lo de siempre, este año existe un molesto – y políticamente correcto – consenso sobre otros propósitos para los que supuestamente será necesaria y urgente la intervención estatal. El primero de ellos es la financiación de proyectos de infraestructura. El segundo será el de generar un freno a los negativos fenómenos económicos que se esperan en el año que comienza. El tercero, y más importante, el inicio del posconflicto.
Nadie duda que los tres propósitos se deben alcanzar en 2016. Pocos dudan que ellos sean funciones del Gobierno.
Por ello, la sociedad colombiana no sólo tolera, sino que exige y recibe de manera positiva intervenciones que, como demuestra el caso dramático de Venezuela, sólo son generadoras de peores resultados de los que se intentan solucionar. Nadie protestó por la decisión de congelar los precios de algunos bienes durante el fin de año, o la fijación —absurda y comprensiblemente equivocada—, de los precios del petróleo.
Hay consenso sobre múltiples tareas que el Gobierno debe, supuestamente, adelantar. Pero cuando se trata de establecer responsabilidades en los pagos de esas tareas, se crea un consenso opuesto: ahí sí nadie quiere participar.
Muchos colombianos —incluidos los populistas y estatistas políticos de todas las vertientes— protestaron por lo poco, para ellos, que el Gobierno decidió, por decreto, subirle al salario mínimo. Querían, quién sabe, un incremento de 15%, de 50% o de 100%.
Olvidaron —o desconocen— que esos incrementos se hacen en Venezuela y no por eso mejora la situación económica. Desconocen —o no quieren reconocer— que el salario no lo determina el Gobierno sino la productividad del trabajo. Por ello, y por muchas otras razones, como beneficiar a los verdaderos ciudadanos más pobres o detener las expectativas inflacionarias, deberían estar exigiendo la eliminación de esa medida.
De igual manera, muchos colombianos —incluidos los populistas y estatistas políticos de todas las vertientes— se han indignado por la inminente venta de Isagén, una empresa pública. No se critica la forma como se va a privatizar, sino el hecho de hacerlo.
Se habla de patrimonio de todos, como si esa expresión no escondiera que es patrimonio de los políticos que estén en el poder. La mejor manera de eliminar la responsabilidad y de incrementar el poder del Estado es hablando de propiedad colectiva.
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Por último, lo que más indignación ha generado es la propuesta de reforma tributaria en la que el Gobierno colombiano ha demostrado su afán por apropiarse de los recursos que producimos los que trabajamos haciendo algo diferente a tratar de imponerle trabas a los demás, o quitarles lo que tienen. Es decir, el Estado —sus políticos y su burocracia— en contra de los ciudadanos.
Una indignación mucho menor ha sido la de la creciente deuda externa. Tal vez esto se deba a que el ciudadano promedio no reconoce que el pago de esa deuda también la tendrá que hacer él, o sus hijos. No es tan evidente la expropiación como la resultante de los impuestos.
Claro que los dos últimos deben causar indignación, pero la reacción debe ser coherente. Si los ciudadanos van a exigir tanta acción colectiva, a través del Estado, para resolver todos los asuntos que consideran importantes, deben reconocer que el costo lo deben asumir todos.
De lo contrario, se debería estar discutiendo si el Estado debe estar a cargo de resolver los problemas de pobreza o desigualdad; si debe ser el promotor de construcción de obras de infraestructura o si debe ser el responsable de los costos del denominado postconflicto.
Puede que en algunos casos se llegue a la conclusión que la acción estatal es la única o la más efectiva opción. Pero la discusión debe darse. Eso es lo que haría una sociedad creyente en los valores y las ideas de la libertad. Mientras tanto, todo queda en muchas buenas intenciones y mucha indignación producto de la incoherencia.