En una entrevista, el actual ministro de Agricultura de Colombia, Aurelio Iragorri, hizo gala de la peor lógica económica, muy similar a la defendida por el ministro Luis Salas de Venezuela.
Dos ideas llamaron la atención. Por un lado, se mostró preocupado porque el país cada vez importa más productos agrícolas. Señaló que de la bandeja paisa, uno de los platos típicos emblemáticos del país, Colombia solo produce el huevo.
El ejemplo tiene dos intenciones. Primero, al prepararse este plato con varios ingredientes, se pretende hacer creer que en Colombia ya no se produce casi nada. Segundo, apelando al más básico nacionalismo, quiere señalar que es absurdo que un plato típico se prepare con productos no colombianos.
Por el otro, señaló que, además de por la devaluación y del fenómeno de El Niño, la inflación por la que atraviesa el país se debe a los precios excesivamente altos que, según el ministro, imponen los supermercados. Le faltó sugerir que estos acaparan los bienes y/o que el Estado debería expropiarlos: hubiera quedado como cualquier ministro venezolano.
Aunque después reculó, sus opiniones se deben debatir. Si no se hace, los ciudadanos pueden confundirse al considerar que las opiniones, inexactas, prejuiciosas o ignorantes del ministro son verdades, al ser emitidas por un experto en la materia.
Pero los ministros no necesariamente son expertos en los temas de sus carteras. Son hábiles políticos y tienen buenas conexiones. Pero, además, tienen, como cualquier otro individuo, sus posiciones, muchas veces basadas en creencias no comprobadas.
En particular, este ministro tiene una forma de ver los fenómenos desde su papel de funcionario. El ministro, lamentablemente, no tiene la formación ni la experiencia de haber trabajado nunca en el sector privado.
No por ser quién es está equivocado, pero su vida sí demuestra por qué lo dice: no tiene ni idea de cómo se determinan los precios, por ejemplo. Siempre ha vivido del Estado. Es decir, de los recursos de los demás y de imponerles trabas para que puedan obtenerlos, en primer lugar.
Como buen funcionario, la culpa siempre será del sector privado; el mismo que produce la riqueza para pagarles el sueldo a esos funcionarios
También se observa en las declaraciones que todos los Gobiernos son iguales. Algunos colombianos nos sentimos tranquilos porque nuestro Gobierno no es el venezolano, pero debemos reconocer que eso no es obra de las buenas intenciones de los políticos. Si fuera por ellos, hace mucho estaríamos igual que nuestros vecinos. De hecho, es posible afirmar que lo que somos hoy es resultado del azar y que, por lo tanto, nada está garantizado.
De igual manera, nótese que la visión del ministro es de corto plazo, como la de cualquier funcionario, y paternalista. Es de corto plazo —y contradictoria— porque se queja de la importación y, a la vez, del incremento en los precios. Cree que los problemas de hoy —devaluación— serán por siempre y, en consecuencia, asume que las importaciones son algo malo.
Pero también es paternalista porque cree que los consumidores no pueden pensar por ellos mismos, sin los sabios consejos del gran ministro. Si los precios aumentan en los productos importados, las personas dejarán de comprarlos, señor ministro, no lo necesitan a usted para decidir.
Como buen funcionario, la culpa siempre será del sector privado; el mismo que produce la riqueza para pagarles el sueldo a esos funcionarios. Nunca se ha demostrado por qué es importante un ministro de Agricultura. De hecho, el sector siempre está en crisis, con altos niveles de pobreza y baja productividad. En lugar de ver si lo que daña al campo son los subsidios, la intervención, el proteccionismo, el paternalismo y las regulaciones del Gobierno, se asume que la culpa es de los intermediarios o de los supermercados.
[adrotate group=”7″]Una de las razones por las que el ministro no puede pensar que el problema está en lo que él representa, sino en los supermercados o en los intermediarios, se debe a la ilusión, socialmente compartida, de que los resultados del mercado se pueden adaptar a los deseos y expectativas de la autoridad.
Para los funcionarios es imposible aceptar que los resultados del mercado se deben estudiar; no para llevarlos a un artificial equilibrio o para establecer artificiales precios justos, determinados objetivamente, sino para comprender cómo las distorsiones en las decisiones individuales llevan a resultados considerados indeseables. Aceptar tal cosa sería reconocer que su trabajo es innecesario, por decir lo menos.
La inflación no es resultado de un complot de los malvados comerciantes o de los intermediarios. Su solución no está en asignar culpas para justificar nuevas intervenciones que solo generan más daño. Las expectativas de incrementos en el gasto público, el déficit fiscal, el creciente endeudamiento del Gobierno y los incrementos artificiales de, por ejemplo, el salario mínimo pueden ser mejores explicaciones, junto con el fenómeno de El Niño. Pero eso no lo van a aceptar ni el Gobierno ni el ministro actual.