El pasado martes 14 de marzo, algunos taxistas bogotanos protestaron en contra de la aplicación Uber. En lugar de pacífica, la protesta terminó en enfrentamientos entre los manifestantes y la policía y el uso de la violencia contra otros ciudadanos.
El rechazo a la posición de los taxistas ha sido generalizado. Los usuarios conocemos —sufrimos— la pésima calidad en el servicio, la actitud agresiva —muchas veces violenta— con la que nos tratan los conductores, el miedo ante la —siempre existente— probabilidad de ser objeto de un paseo millonario, la espera hasta que alguno de los taxis decida llevarlo a donde uno quiere ir y no a donde a los conductores les conviene.
En consecuencia, muchos ciudadanos hemos decidido utilizar Uber a pesar de pagar más. En este caso, la calidad y la percepción de seguridad son más importantes que el precio.
La discusión sobre Uber y, en general, sobre otras aplicaciones que están compitiendo directamente con sectores tradicionales, muchas veces, regulados por el Estado, tiene que ver, en el fondo, con la posibilidad de elegir. ¿Quién debe tomar la decisión de qué servicio de transporte utiliza? ¿El Estado o el individuo?
Los taxistas, es claro, preferirían lo primero porque así mantendrían el statu quo: pésima calidad con ingresos asegurados. Por esto protestan.
Pero justificar la protesta —ni hablar de la violencia— por la disminución de ingresos como resultado de la competencia es completamente engañoso: en ninguna sociedad, ningún tercero le puede asegurar a ningún individuo el sostenimiento de un nivel de ingresos determinado, menos cuando aparecen alternativas.
Este tipo de cosas, que nada tiene que ver con el deber ser, sino con la forma como funcionan en realidad las sociedades, beneficia a todos los consumidores porque la competencia tiende a reducir los precios que tienen que pagar o mejora la calidad de los bienes y servicios que adquieren. Muchas veces, ambos resultados se presentan de manera simultánea.
De esta manera, además, los productores y prestadores de servicios, así no lo quieran, así sus cualidades personales sean reprochables, están a merced de los consumidores. Los consumidores obtienen lo que quieren y a los precios que lo quieren. Así, por último, por el mero interés personal de incrementar los ingresos —o de mantener los previamente adquiridos— se configura un sistema de coordinación y cooperación por medios pacíficos; sin el uso de la fuerza.
Lo contrario es lo que han hecho los taxistas. Por esto, el uso de la violencia. Los conductores de taxi están esperando que sus ingresos se mantengan, no por su esfuerzo de mejorar el servicio que prestan, sino porque consideran que tienen una suerte de derecho adquirido. Como los consumidores, a quiénes no les importa si los ingresos de los productores se disminuyen o no, sino adquirir lo que quieren, en la calidad y precio que esperan, siguen utilizando Uber, los taxistas atacan los carros de Uber y a los consumidores. Como el Estado no les puede asegurar la eliminación de Uber ni garantizar un nivel de ingresos, hacen protestas violentas.
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Dicen los taxistas, y algunos de sus aliados, que Uber es ilegal. Pero confunden, pobres ellos, el que algo sea ilegal a que sea extralegal. Ninguna innovación está dentro de la ley. Pensar algo así es ser muy ingenuo, característica que acompaña, generalmente, a los estatistas. Nadie puede prever las invenciones del futuro. Por eso, las regulaciones, muchas veces confundidas con la ley, no pueden contemplar las innovaciones del futuro. Pero cuando éstas aparecen no quiere decir que sean ilegales, sino que son extralegales: es decir, no rompen la ley; no son actividades criminales; son, simplemente, acciones que no habían sido contempladas previamente por la regulación.
Ahora, si en realidad están directamente en contra de alguna regulación, eso quiere decir que esa regulación es injusta. Ninguna regulación, así ésta se confunda con la ley, puede prohibirle a los individuos elegir en qué gastar su propio dinero. Eso sería una regulación injusta. Es más, sería, esta sí, ilegal: estaría contra la ley que nos permite vivir en sociedad, perseguir a cada uno sus propios objetivos y alcanzar algunos niveles de armonía social.
Las innovaciones son imparables. Por más que se persigan o se les impongan trabas, la competencia seguirá apareciendo. Los privilegios de algunos sectores no pueden ser eternos.
Mire por donde se mire. Se aborde el argumento en favor de los taxistas que se aborde. Es fácil demostrar que lo que se busca es proteger unos privilegios de un sector que se ha convertido en un paradigma de todo lo que puede salir mal cuando hay protección e intervención del Estado.
Ojalá que la consciencia sobre lo indeseable de la intervención, generada por la violencia de los taxistas, lleve a la ineludible conclusión esta es indeseable en cualquier otro sector. Ojalá.