Es un irrespeto con los venezolanos que están marchando en contra de la dictadura que el objetivo de la protesta social se vea deslegitimado en otras latitudes. Y eso es lo que está pasando. En Colombia, desde la semana pasada, una vez más, como ya es costumbre cada año, iniciaron manifestaciones y cese de actividades miles de ciudadanos, representantes de diversos sectores económicos y regiones geográficas.
A diferencia de Venezuela, en Colombia no están pidiendo elecciones ni el fin de una tiranía. No. Lo que están pidiendo es que el Estado le otorgue beneficios a cada uno de sus sectores y regiones. Piden ya sea alzas de salarios y mejores servicios de salud, ya sea más construcción de infraestructura o flujos más grandes de recursos para subsidios y demás.
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Otro sector, el de los taxistas, exigió la semana pasada que el Estado debía prohibir Uber – y cualquier otra aplicación – porque, según los representantes del gremio, la competencia les está afectando sus ingresos. ¡Como si el Estado existiera para garantizarnos los ingresos presentes o futuros! ¡Como si pudiera hacerlo! Ningún Estado, bajo ningún sistema, puede garantizar unos ingresos determinados en el tiempo, ni mantener el flujo actual o anterior en el futuro. Es imposible, desde todo punto de vista, garantizar las expectativas de los ciudadanos frente a lo que consideren deberían tener o los ingresos de los que deberían gozar.
Si se les promete a algunos, será a costa de otros. Así, con la creación de privilegios para algunos, se pierde la esencia de lo que es el Estado y su función social. El Estado no fue creado para privilegiar a algunos sino, supuestamente, para prestar unos servicios para todos los ciudadanos. De otra manera, no solo pierde su razón de ser y, por lo tanto, su legitimidad.
Además, así se institucionaliza, a través de decisiones políticas, la fuente del peor tipo de desigualdad. Sorprende que los supuestamente más preocupados por la desigualdad, proveniente del desempeño económico y la innovación, sean a su vez las más de las veces los defensores de la perpetuación de la desigualdad proveniente de las decisiones que toman los políticos como resultado de las conexiones que tengan los beneficiarios de los privilegios.
La desigualdad, cuando es resultado de las decisiones que toman millones de individuos de manera simultánea y no coordinada, no puede ser considerada ilegítima o injusta. Esta es una desigualdad que tiene, por lo menos, dos importantes funciones sociales. De un lado, identifica los usos más valorados de los recursos escasos e incentiva su mayor producción. Del otro, mejora la calidad de vida de los ciudadanos no solo al incrementar la disponibilidad de los bienes y servicios que más se valoran de manera general sino que lo hace con mayores niveles de calidad y a menores precios finales.
Este tipo de desigualdad, a su vez, no es perpetua ni inquebrantable. Una persona que hoy reciba muchos beneficios por lo que ofrece, mañana puede perder su estatus actual. Una persona que hoy no tiene un nivel de vida alto puede tenerlo en un futuro si encuentra la forma de ofrecerle a la sociedad lo que un gran número de individuos de ésta desea o necesita (dentro de las múltiples formas se encuentran el azar y la suerte).
Esta desigualdad es la que facilita el mejoramiento social y lo hace de manera incierta, sin ganadores ni perdedores identificables ex ante.
Al contrario, es evidente la injusticia cuando es la decisión de uno o de unos pocos la causa de la desigualdad. Los privilegios otorgados por el Estado no solo no tienen las dos funciones que mencioné más arriba, sino que generan muchos males. Uno de ellos es el de la rivalidad entre grupos sociales. Todos quieren mejorar su estatus por medio de las conexiones que tengan con el Estado y sus funcionarios.
Esto cambia la naturaleza misma de la organización que llamamos Estado. De tener funciones sociales, generales como proteger derechos y resolver conflictos, pasa a ser un botín al que todos quieren acceder. Todos quieren gozar de su cuarto de hora. No hay que sorprenderse, entonces, que la búsqueda del poder político no solo sea entre más grupos, sino más feroz.
Por su parte, los individuos dejan de lado la experimentación, el optimismo y el esfuerzo personal para convertirse en dependientes de las decisiones que tomen los señores políticos. Hasta la suerte la consideran como responsabilidad de decisiones políticas y anhelan que sean los políticos quiénes la manejen, resolviendo todos los problemas que los ciudadanos enfrenten.
Como esas funciones no las puede cumplir nadie, ni el individuo más inteligente del mundo, se acumulan la frustración y la rabia. Y esto desencadena, entre otras, manifestaciones, de cada vez más grupos sociales, de cada vez más facciones, que piden más Estado.
Ahí es donde se deslegitima la protesta social. Mientras millones de individuos claman por un cambio de régimen que los ha explotado y subordinado, en otros países se usan las manifestaciones para todo lo contrario.