Hacía tiempo no encontraba una noticia que, como esta, reflejara tantas realidades en tan pocas líneas.
De manera muy breve, en la noticia se muestra que el sistema de subsidios a la factura del servicio de energía que reciben los hogares localizados en zonas que se consideran las de menores ingresos en el país (estratos, se les llama en Colombia), ha estado acompañado por un incremento en el consumo de energía de los hogares beneficiados. Por ello, se está pensando en establecer algunas sanciones a los excesos en consumo. Sin embargo, la noticia enfatiza en afirmar que los castigos no serán muy onerosos y que desde ningún punto de vista significan una eliminación o una reducción de las ayudas a los más necesitados.
Dos elementos se hacen evidentes. De un lado, esta es tan solo una pequeña muestra de la cantidad de subsidios y ayudas (caridad, hay que decirlo) que ha montado el Gobierno colombiano para, supuestamente, atender a la población más pobre. El punto es que esos programas suman y los ingresos del Gobierno están limitados por los recursos de todos los ciudadanos. Del otro, son evidentes los incentivos que generan este tipo de subsidios. Las personas beneficiadas ven alterada su percepción sobre la escasez relativa del bien que consumirán y, como resultado, tenderán a utilizarlo más. Así, estos subsidios solo llevan a que los hogares consuman más del bien que si pagaran el precio pleno por él.
Pero no solo hay elementos evidentes. También muchos otros, tal vez más importantes, pero más escondidos. Identifiqué siete:
Primero: las intenciones no solucionan los problemas. Seguramente, los subsidios fueron creados para garantizar que las personas más pobres tuvieran acceso a bienes y servicios que se consideran básicos. Pero, como se demuestra con los niveles de morosidad tan altos descritos en la noticia, esto no se ha logrado. Pero sí se ha estimulado un exceso en el consumo.
Segundo: las soluciones mágicas no existen. Todas las acciones estatales (políticas, como las llaman) tienen costos. Tendemos a fijarnos solo en las ventajas, pero no reparamos en los costos. Esto se agrava porque, debido a la incertidumbre, tendemos a olvidar el principio de consecuencias no anticipadas.
Tercero: el enfoque de la política social en Colombia es meramente paliativo. Las medidas que se adoptan no pretenden disminuir la pobreza, sino “ayudar” a los más pobres. Es decir, mantenerlos en situación de escasez, dependiente de la caridad, y sin posibilidad de abandonar su situación, si así lo desean. Esto no se puede caracterizar sino como crueldad.
Cuarto: como tiende a suceder, ante los efectos indeseados de las acciones estatales, se justifican nuevas intervenciones como si esos efectos fueran “naturales”. Ante la pobreza, se crean subsidios. Ante el exceso de consumo generado por los subsidios, se crea un sistema de castigos. Luego, ante los efectos no anticipados por el sistema de castigos (¿fraude? ¿alteración de los lectores?) quién sabe qué nuevas medidas se adoptarán. Pero acabar con la base de todo el ciclo de consecuencias indeseadas ni se menciona.
Y no se menciona por el quinto aspecto: el predominio de lo políticamente correcto. Ni sugerir una eliminación de subsidios se puede plantear. Pero, además, el solo hecho de anunciar sanciones frente al despilfarro se intenta matizar, aseverando que estas no afectarán a las familias y que, desde ningún punto de vista, se trata de eliminar las ayudas.
Los anteriores aspectos llevan a uno sexto: por el solo hecho de ser pobres, a estas personas se les quita toda dignidad. No solo no pueden elegir por sí mismos, ni esperar que las políticas abran los espacios para que ellos, por su propia acción, puedan abandonar la situación de pobreza, si así lo desean. Tampoco son responsabilizados por sus propias acciones: si consumen en exceso o si despilfarran son penalizados de manera suave, de manera que no los afecte. Como si los efectos de sus actos tuvieran que ser diferentes a los del resto de ciudadanos que se consideran, seguramente, como más fuertes.
Por último, un séptimo elemento, es cómo el Estado, con todas sus promesas y buenas intenciones, tiene una tendencia en su propia esencia que lo obliga a vivir al debe. Existen más programas, políticas, acciones y funcionarios que recursos para pagar por ellos. El déficit es la norma y cuando existe un superávit, muy rápidamente se encuentran justificaciones y nuevas buenas intenciones para desaparecerlo.
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Vivir al debe no es sino otra manera de decir que los ciudadanos siempre tendremos que darle más de nuestros recursos a ese Estado, tan generoso con los recursos que no ha creado él mismo. Pero para eso está la propaganda: nos llenan de justificaciones para exigirnos más; nos construyen cuentos de lo mucho que hacen y, luego, si algo sale mal —lo que es muy común que suceda— nos culpan por ello (a nuestro egoísmo o a nuestra renuencia a dar más), nos anuncian que vienen nuevos incrementos en la expoliación y, como si fuera poco, nos amenazan con todo el peso de la coerción si nos resistimos a entregar lo que ellos deseen.
Crean programas que no funcionan, distorsionan incentivos y mercados, nos quitan lo que tengamos, perpetúan la pobreza… todo esto aparece en una simple y corta noticia.