Uno de los argumentos más poderosos que justifica la precaución – y renuencia – a la acción estatal es el de los fallos de gobierno. Si bien es cierto que “el mercado” (es decir, las decisiones y acciones simultáneas de miles de millones de personas) no genera siempre los resultados que algún observador pueda considerar como deseables, esto no necesariamente justifica la acción estatal. De hecho, ésta puede ser perjudicial o no resolver el problema porque el gobierno también se puede equivocar. Al fin y al cabo, así como en el mercado, en el gobierno, los que toman las decisiones son también seres humanos. Y para sorpresa de mucho estatista, politólogo y políticamente correcto, esos seres humanos son igualitos a los demás: tienen intereses, tienen limitaciones…y hasta se equivocan.
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Es más, podría sostenerse que la acción estatal tiende a generar peores resultados en comparación con el mercado. (Acá, los estatistas dejan de leer, indignados y deprimidos).
Lo anterior, por al menos tres razones. Primero, porque en el mercado son millones de personas tomando decisiones de manera simultánea. En el Estado, por definición, las decisiones se toman de manera jerárquica, por menos personas, y de manera secuencial. Esto puede dar lugar a mayores equivocaciones.
Segundo, por los incentivos existentes. Los autores de la llamada Escuela de la Elección Pública mostraron que un votante tienen menos incentivos para informarse sobre por quién va a votar, entre otros, porque no entiende los temas, no tiene por qué estar informado de ellos y, además, considera que su voto no cambia la decisión final. Por su parte, los políticos tienen incentivos para ser irresponsables, entre otras, porque, en general los efectos de sus decisiones llegarán en un futuro en el que quién cometió el error ya no estará en el poder y las mayorías culparán al que sí lo esté. Además, no son sus recursos los que se malgastarán o despilfarrarán. Por último, no pueden saber de todos los temas que deben enfrentar.
Tercero, la naturaleza misma de la organización estatal. Son de sobra conocidos los efectos de la burocracia, los comportamientos estratégicos entre las ramas del poder público o las prácticas de negociación al interior de los legislativos.
Pero hay otros fenómenos, no tan documentados, que inciden en que las decisiones estatales tiendan a ser peores que las tomadas por los individuos. Uno de ellos es la tensión entre conflicto de interés y experiencia o conocimiento.
La semana pasada en Colombia al secretario de movilidad se le formularon cargos por supuestos conflictos de interés ante varios temas que debe manejar en la cartera para la que fue designado. El problema está en que esos conflictos surgen de previas investigaciones que lideró el secretario. En el fondo, se le está juzgando por estar preparado para el cargo.
Esto suena absurdo, pero si se analiza de fondo, la situación genera más preguntas que certezas. Por un lado, se podría pensar que ningún funcionario debe tener conflictos de interés. Esto debería ser así. (Nótese el condicional). Pero, una persona que sea experta en un tema, debe conocer a los que trabajan en él, a las empresas del sector y muchas veces la experiencia se logra cuando se han tenido relaciones comerciales, de consultoría o de trabajo con esos agentes. De lo contrario, se estaría diciendo que una persona, para ocupar un cargo, no debe tener ni experiencia ni conocimiento alguno en el tema. Absurdo, ¿no?
Precisamente por lo absurdo, podría uno irse al otro extremo: los cargos solo deben ser ocupados por personas expertas en los temas. Esto lleva a varias dificultades: ¿cómo se puede determinar el grado de experiencia y conocimiento de un tema? ¿Los dirigentes políticos deben trabajar con los mejores o con quiénes ellos conozcan? ¿Cómo controlar los excesos de los expertos cuando están condicionados por intereses particulares? Por ejemplo, un experto puede tomar decisiones solo para beneficiar a una empresa que, en la que espera trabajar cuando salga del puesto en el que fue nombrado.
En ambos extremos, existen problemas. Pero también en los puntos intermedios. Supongamos que un estatista sagaz (como suelen ser) nos soluciona el problema, diciendo que ni muy experto ni muy novato. Igual, no podemos saber si la persona está tomando las decisiones por convicción o por intereses propios o de otros. Es claro que debería ser por el interés general. (Nótese el condicional). Pero no podemos garantizar que sea así.
Mientras tanto, en “el mercado”, se espera que las decisiones se tomen por los intereses de cada cual. Así mismo, su permanencia en el cargo dependerá de los resultados – y no de otras consideraciones. Problema resuelto. En el Estado, sin embargo, no se pueden adoptar estos mismos criterios. Se acabaría toda la lógica – y razón de ser – del Estado.
En últimas, esto puede llevar a otras de las razones de las fallas del gobierno: quiénes llegan a tomar decisiones, no necesariamente son los mejores, ni los más virtuosos. Puede ser, al contrario. Esta perversión, aunque tendría que documentarse, sería resultado de la naturaleza misma de la organización estatal y, por lo tanto, no tendría recetas únicas para controlarse.
A pesar de lo anterior, sociedades enteras siguen pensando que la única solución a todo lo que consideran problemático es una nueva función estatal.