En el momento de escribir estas líneas, continúa en Colombia el debate sobre la creación de unas curules en el legislativo para ser ocupadas supuestamente por las víctimas.
Como suele suceder, la discusión se ha dado en el nivel más superficial: los que apoyan el proceso de paz con las FARC parece que creyeran que, en realidad, esas curules son la mejor – y única – manera que existe para compensar el daño sufrido por millones de personas, víctimas del conflicto colombiano. Consideran que no aprobarlas es “fallarles” a las víctimas o que es una traición a ellas. Pura superficialidad y pensamiento políticamente correcto.
Del otro lado, los opositores consideran que esas curules van a ser ocupadas y/o manipuladas por las FARC. Además, como para ellos este grupo nunca dejará la criminalidad, es claro que el control de esas curules tenga intenciones criminales. Muchos supuestos que se requieren para llegar a conclusiones. Muchas presunciones sobre futuribles que se dan como verdades absolutas. Pura superficialidad.
Es posible que al leerse este artículo ya haya claridad sobre la resolución del conflicto. Tal como están planteadas las cosas, alguno de los dos bandos irreconciliables habrá obtenido su victoria. No hay de otra: las dinámicas del juego político hacen que todo sea un juego de suma cero. No hay posibilidad de conciliar, solo de tener bandos que ganan a costa de los demás.
Esta realidad política es resultado, a su vez, de la forma como se percibe la participación en ella, el poder y su expresión a través del Estado.
No pretendo decir si las curules deban o no crearse. Lo que me parece interesante es aprovechar este caso para señalar esa percepción y, así, apuntar a la inutilidad de la forma como se ha presentado el debate.
La concentración en si deben o no existir unos espacios específicos para ciertos grupos sociales demuestra que, a pesar de la advertencia de pensadores como James Madison, hemos permitido la creación de un Estado capturado por facciones. Ese Estado al servicio de todos, en procura del interés general (el de todos, no el de algunos disfrazado con retórica universalista) tal vez nunca existió o desde hace mucho dejó de existir.
El legislativo tendría que ser la organización encargada de identificar aquellos comportamientos, limitantes e incentivos que nos permiten vivir en sociedad. Esto es, que facilitan la canalización de conflictos por medios no violentos y que crean las condiciones para que cada individuo busque sus propios deseos, sueños y necesidades, las más de las veces en cooperación con los demás.
Pero eso es el deber ser. Lo que tenemos es unas organizaciones que representan los intereses de unos grupos a costa de los demás. Por ello, se considera tan determinante tener representación. Por ello, el juego es de suma cero. Por ello, es imposible superar la consecuencia de esta percepción: el acceso al poder se considera como la mejor forma de movilidad social porque se accede al botín que supuestamente pertenece a todos, pero que en realidad es de quién detenta el poder. La cuestión es de aprovechar el cuarto de hora de fama (o de poder).
¿De qué intereses estamos hablando? Es evidente que estos no se entienden desde un punto de vista individual. Estamos refiriéndonos a los intereses grupales, colectivos. El lector debe fijarse en la trampa: estamos hablando de víctimas, como si fueran todas iguales; como si todas sintieran lo mismo; como si su condición fuera la misma. La individualidad desaparece y es reemplazada por características específicas: en nuestra sociedad actual, dejamos de ser individuos para ser “mujeres”, “indígenas”, “gays”, “trabajadores”, “maestros” o “víctimas”. Como el criterio de agrupación es más importante que cualquier otra cosa, todos los que lo comportan serán cobijados por la misma designación y se asumirá, al peor estilo de la tradición marxista, que tendrán los mismos intereses, inquietudes y vidas.
Nótese que, además, nunca importará reparar en dos pequeños asuntos. ¿Quién debe ser el representante? ¿Cuáles son los límites de la agrupación? Como no se reflexiona sobre esto, la solución resulta siendo igual de superficial al debate: el representante será quién, así no comparta la misma característica, tengo acceso a las esferas de poder. Los límites de la agrupación nunca serán claros, ni evidentes. Son una masa amorfa que se debe mantener de esa manera, aunque, eso sí, será defendida con la más vehemente retórica.
Una sociedad corporativista es lo que hemos creado. Por ello, es la política la única forma de visibilizarse, de alcanzar intereses y hasta de buscar alivio al daño recibido en un conflicto tan cruel, prolongado y degradado como el colombiano.
Una sociedad en la que, por más procesos de paz que existan, seguimos pensando que el resultado de la negociación no puede ser diferente a lo que ya conocemos: coporativismo, faccionalismo, colectivismo, estatismo. Perdemos oportunidades para avanzar en instituciones incluyentes e impersonales porque preferimos, por la comodidad será (?), una sociedad que sea un juego de suma cero.