Con las campañas políticas llegan las promesas. Sin importar el lugar ni el momento, existen algunos fenómenos que parecen ser de obligatoria promesa en cualquier campaña.Pero que también parecen ser de obligatorio incumplimiento. Una de ella es la de la creación de empleo.
Los candidatos prometen crear empleos…y la gente les cree. El elector promedio no se pone a pensar en lo absurdo del planteamiento mismo: ¿tiene un presidente la posibilidad de crear empleos, por fuera de los que crea directamente si tiene empresas, una oficina o si tiene empleados domésticos?
Mucho menos se cuestiona el elector sobre los datos que ofrecen los candidatos: un millón de empleos, un millón y medio, dos millones…y así. ¿De dónde salen esas cifras?
Por más que queramos pensar que son resultado de profundos estudios sobre el impacto de las políticas ofrecidas, lo más seguro es que la mayoría de veces el dato final salga del sombrero de algún asesor en la campaña o que sea reflejo de un “quién da más” en comparación con lo que ofrecen los demás candidatos.
Lo recurrente de esta promesa refleja que, así como los resultados económicos, la gente cree, necesita creer —que éstos dependen de una persona. Así es más fácil encontrar culpables visibles en caso de que las cosas salgan mal o de refugiar sus esperanzas en el mandatario de turno quién tuvo la suerte de encontrarse con buenos datos económicos.
En realidad, así los electores mantienen la ilusión de que todo se puede controlar y que un buen desempeño solo requiere de una dosis entre buenas intenciones y un grupo de personas preparadas, que sepan mucho de los temas. Lamentablemente, las más de las veces los fenómenos no son así: ni se pueden coordinar, ni planear, ni controlar, por mayor preparación y buenos deseos que se tengan.
Pero bueno, las promesas se siguen haciendo. En esa situación estamos en Colombia. Ahora, ninguno de los candidatos deja de ofrecer empleos. Todos los han prometido y se aventuran con sus cifras. Saben que nadie les hará seguimiento. Saben que nadie espera que cumplan.
No hay pierde: si las cosas mejoran, es por el mandatario. Si no, siempre se puede culpar al pasado o, en el mejor de los casos, afirmar que las cosas hubieran podido ser peores sin la gestión actual.
Se resisten tanto los electores como los candidatos a reconocer que es imposible que un presidente cree, así como si fuera un mago, empleo, que ahora la promesa intenta materializarse de diversas maneras.
La primera es la creación directa, ya sea por obras públicas, creación de más burocracia estatal o por intervención directa del Estado en la economía. No sobra decir que este tipo de promesas son indeseables y peligrosas. Son indeseables porque el tipo de empleos así creados no necesariamente promueven una mayor eficiencia.
Es más, pueden ser reales actos de magia: se crean por poco tiempo y luego desaparecen sin que nadie sepa cómo ni por qué. Lo que sí dejan es frustración y mayor conflictividad social. Son peligrosos porque distorsionan las decisiones de los agentes y despilfarran recursos sociales.
Una segunda manera es la creación de empleo indirecta, por políticas específicas que promuevan una mayor creación de empleo. Es cierto que el papel del Estado, incluido el gobernante, en la economía es garantizar un entorno favorable a la creación de riqueza.
En este sentido, este tipo de promesas son adecuadas: efectividad del sistema judicial, protección a los derechos de propiedad, sistema tributario adecuado, regulaciones laborales basadas en mejoras en productividad. Sin embargo, estas decisiones no necesariamente llevan a la creación de empleo.
El Estado solo puede ofrecer un entorno favorable a la toma de decisiones económicas, pero no puede tomar las decisiones ni mucho menos obligar a los agentes a tomarlas. Esto lleva a que estas decisiones no puedan anticiparse.
Para incrementar la contratación, además del entorno, existe un componente de incertidumbre junto con múltiples variables que no sabemos cómo actúan en las decisiones de contratación por parte de los empresarios.
Nadie puede anticipar en evento como una recesión, o algún choque externo como la llegada masiva de venezolanos, un endurecimiento del proteccionismo en Estados Unidos, la ralentización del crecimiento en China, o cualquier otro hecho, grande o pequeño, que impacte las decisiones de inversión de los empresarios.
Además, podemos tener condiciones necesarias para la decisión de re-invertir, que puede estar asociada con un incremento en la creación de nuevos empleos. Pero no tenemos el mismo conocimiento de las condiciones suficientes.
Sabemos, por ejemplo, que un sistema tributario que no exprima a las empresas es necesario para que éstas creen empleo. Pero no podemos asegurar que unos bajos impuestos llevarán a la creación de nuevos empleos.
Esto porque no sabemos lo que detiene a los empresarios a contratar: pueden ser los impuestos, o el riesgo percibido, o los temores por los vaivenes del mercado, o la no disponibilidad de mano de obra, etc.
Lo que sí sabemos es que, a mayores impuestos, seguramente, menos empresas habrá y esto afectará los niveles de empleo. Una sociedad no puede crecer cuando se imposibilitan las decisiones privadas. Pero incluso cuando estás no están restringidas, no podemos rastrear el proceso definitivo.
El problema está en que las personas evalúan los resultados por lo que les prometen los políticos. Así, aunque sea de corto plazo, las personas prefieren al político que creó no sé cuántos empleos en obras de infraestructura que al que toma decisiones adecuadas, como un sistema tributario que no exprima a las empresas.
Los individuos, al creer que todo se puede controlar y manipular a antojo, prefieren ver resultados concretos, de corto plazo, así éstos sean dañinos socialmente en el largo plazo.
Prefieren que los engañen porque así escuchan lo que quieren escuchar. Mientras tanto, las campañas se convierten en una subasta de quién promete un mayor número de empleos, pasando por encima de lo que debe hacer el Estado o las consecuencias que una intervención cada vez mayor puede tener.