Los resultados de una sociedad no son inmediatos, así como las soluciones a sus problemas. De allí la importancia tanto de las instituciones como de las ideas imperantes.
Las instituciones, entendidas como las reglas del juego, le dan sentido a la acción en la sociedad, limitan las decisiones y alternativas de los individuos, y generan incentivos en el comportamiento. Es más, de su disposición y características surgen tipos específicos de organizaciones: el tipo de universidades, iglesias, empresas y demás de un país son reflejo de las instituciones existentes e intentan afectar a esas instituciones.
Una organización típica en cualquier sociedad es el Estado (y todas las organizaciones específicas que lo conforman). De esto surgen las diferencias entre países, las prácticas corruptas, su efectividad, el cumplimiento de sus funciones, etc.
Pero la base de las instituciones son las ideas imperantes en una sociedad. Como demostró F. A. Hayek, las instituciones son artificios humanos, sin embargo, no son creadas intencional ni deliberadamente. Más bien reflejan las ideas en las que creen los humanos, que los llevan a escoger (ver) alternativas dadas.
Ni las ideas imperantes ni las instituciones resultantes pueden manipularse a voluntad. Al servir estas para vivir en sociedad, crean patrones de comportamiento que permiten desarrollar dinámicas sociales específicas. Un elemento central de todo esto es cómo las sociedades canalizan los conflictos entre individuos. Algunas han encontrado mecanismos en los que el uso de la violencia está más restringido que en otras.
El caso colombiano
Todo lo anterior lo digo para hablar del caso colombiano. Si bien se firmó el acuerdo con la guerrilla de las FARC, varios fueron críticos del acuerdo o escépticos del cambio en materia de violencia. Hasta el momento han tenido la razón: esto ha generado reacciones en contra y aún no se evidencia una reducción en la violencia. Además de lo evidente, se pueden estar gestando (¿reencauchando?) otras fuentes de violencia.
Ante las próximas elecciones, el país se está polarizando. Puede ser normal. Está pasando en muchos países. Pero los brotes de violencia están mostrando señales preocupantes. Las personas atacaron el jefe de la FARC, algo que puede manifestar indignación, con toda la razón. Pero también a otros líderes políticos. Álvaro Uribe y Gustavo Petro ya han sido objeto de manifestaciones violentas en su contra.
Muchos de los manifestantes son jóvenes. Esto puede estar demostrando que, a pesar de todo lo que se habla de la necesidad de la paz, en el país, incluso los más jóvenes, siguen considerando que la violencia es la forma de responder a las posiciones contrarias, y que este mecanismo debe ser usado en lugar del debate público. Parece que las cosas no han cambiado, a pesar de algún acuerdo allí y de mucho discurso supuestamente en beneficio de la paz.
Pero esta realidad parece estar basada en algunas de las siguientes realidades institucionales del país que se asientan, a su vez, en ideas compartidas, que son muy difíciles de cambiar.
Primero, exceso de politización. En la historia de Colombia existe una paradoja: unos altos niveles de abstención, baja participación política, pero una creencia que pasa por el Estado en la solución de problemas. Los individuos esperan que sea el Estado el que acuda a sus intereses. Pero andan decepcionados por su –obvia– capacidad para cumplir con las múltiples y difíciles expectativas.
Segundo, personalización de la política. Las ideas son lo de menos. La gente rechaza el debate, la confrontación de ideas. La gente tiende a confundir el que pensemos diferente con ser enemigos. El contrario es malo, tiene malas intenciones o es pagado por intereses oscuros.
Lo anterior, tercero, lleva a que se espere que sean líderes específicos los que den soluciones a todos los problemas, percibidos como sociales. Esto lleva a que las personas depositen sus pasiones en personas puntuales. Por eso tenemos tantos “ismos”. Se toma el apellido del líder y se le suma el ismo, como si fueran ideologías, y no son más que expresiones del caudillismo.
Por lo anterior, sus seguidores los ven como si fueran seres superiores. Los defienden. Si alguien los critica es malo, es enemigo. No hay puntos intermedios: criticar y defender al tiempo son muestras de debilidad. Son rechazadas, criticadas y sancionadas.
Mientras tanto, los opositores demonizan a esos líderes. El odio es una constante. Esto históricamente ha llevado a la justificación de la eliminación física del contrario. Es fácil que las personas planteen la posibilidad de “matar” al otro. Parece que, en las ideas imperantes en Colombia, esa sea la única forma de resolver las diferencias de visiones.
Es cierto que muchas veces no son los ciudadanos del común, sino estructuras criminales los que han hecho el “trabajo sucio”. Pero han llevado a la práctica lo que muchos plantean –incluso, desean–. Por ello, tantos defienden ya sea a las guerrillas, a los paramilitares, a los delincuentes o a los narcotraficantes. Siempre hay una justificación de la violencia, según donde se pare el observador.
¿Podemos estar ante una renovación de las mismas pasiones que llevaron a episodios de violencia en el pasado? Los más jóvenes no parecen estar cambiando las cosas. Parecen seguir creyendo en un Estado omnipotente; siguen personalizando la esfera política, pocas veces defienden ideas. Rechazan el debate: lo consideran una afrenta. Ni hablar de las diferencias de concepciones. Si lo hicieran, sabrían que el tema es de argumentación, no de destrozar ciudades.
Podemos estar ante otro fracaso. Las instituciones y las ideas no han cambiado. Tampoco existe la intención para hacerlo.