Las sociedades son reflejo de los contextos en los cuales los individuos toman decisiones, las organizaciones se crean y en los que todos actúan. Esos contextos tienen como componente central las reglas del juego existentes. Éstas son llamadas instituciones. Todo esto implica que el cambio institucional afecta los resultados sociales, para bien o para mal.
Para simplificar las cosas, esos cambios son resultado de las acciones de las organizaciones y éstas, a su vez, dependen de los cambios tecnológicos, así como de las ideas socialmente compartidas. En consecuencia, los cambios no son ni abruptos ni deliberados ni inmediatos ni deterministas.
Las mejores intenciones de un líder político no pueden llevar a un cambio de las prácticas sociales de un día para el otro. Estos toman tiempo, son muchas veces imperceptibles, y un proceso de cambio las más de las veces no sabemos a dónde vaya a llegar. Podemos hacer el rastreo ex post, de manera retrospectiva, pero no podemos anticipar la senda.
No obstante, podemos identificar oportunidades de cambio. En los meses recientes, en América Latina puede estarse abriendo una ventana de oportunidad para que se estimule un cambio hacia la consecución de una mejor justicia. Mejor en el sentido de que sea igual para todos; es decir, que se alcance, al fin, un imperio de la ley.
Además de la contribución de una justicia eficiente, incluyente y efectiva para la toma de decisiones de los agentes, una mejora en este ámbito requiere de la aplicación de principios sin importar el caso ni la persona. Es decir, requiere de una aplicación impersonal. Y es la impersonalidad un elemento central para explicar resultados como el desarrollo económico, el bienestar y la paz.
En América Latina, estamos en una coyuntura en la que existe una oportunidad para iniciar procesos de cambio en este ámbito. Tres ejemplos, solo con fines ilustrativos y no exhaustivos, lo demuestran. Uno, está el alcance, la dimensión y la indignación que ha generado, en toda la región, el escándalo de sobornos de la empresa Odebrecht. Dos, la captura, por la misma razón, de tan prestigioso líder de la izquierda mundial y expresidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva. Tres, la captura, en Colombia, de uno de los líderes de la —en proceso de desmovilización— guerrilla, hoy partido político, FARC porque, al parecer, continuó participando en operaciones de narcotráfico.
En los tres casos se observa que la justicia en la región está actuando de manera decidida, sin importar a quién se afecta: presidentes, líderes políticos o personajes a los que se ha tratado de manera diferente para alcanzar objetivos como el de la paz en Colombia.
No obstante, el resultado del proceso no necesariamente será una mejor justicia. Puede que lo sucedido sea más resultado de la presión de la opinión pública y, por lo tanto, que sean unos resultados coyunturales, que no cambien en nada el futuro de la justicia en la región.
Pero, tal vez, el principal peligro del proceso de cambio sea el de las ideas socialmente compartidas. En cada caso, la aplicación de la justicia ha tratado de ser deslegitimada por los simpatizantes políticos del afectado. Según algunos medios, seguidores del expresidente Lula están protestando por su captura. En Colombia, los demás líderes de la FARC y otros de la izquierda colombiana han rechazado la captura del señor Santrich.
El principal argumento en el rechazo es el supuesto uso político de la justicia para perseguir enemigos ideológicos. Nos dicen que en Brasil hay mucha corrupción y que al único que se ha perseguido es al líder de la izquierda. En el caso colombiano, la oposición considera que la captura hará tambalear el acuerdo de paz porque el gobierno está persiguiendo a los desmovilizados.
¿Uso político de la justicia? Tal vez. Pero lo interesante de observar es que en el tipo de contexto institucional en el que nos encontramos en América Latina, aún estamos muy lejos de dos requisitos para tener sociedades con capacidad de creación de riqueza, incluyentes y que mantengan niveles mínimos de paz.
De un lado, el elemento antes mencionado de la impersonalidad. Los seguidores de los líderes políticos tienden a confundir la ideología con la persona y la persona con los adjetivos. Lula no es Lula, un ser humano, sino que para sus simpatizantes, es la representación de la bondad y la preocupación por los más pobres (algo que habría que demostrar). Por ello, consideran que es intocable.
Por otro lado, está el apoyo social de valores o principios generales. Uno de ellos es el de la justicia: en nuestra sociedad parece considerarse la justicia no como el objetivo, sino como un medio. Así, se justifica su uso siempre para afectar a los contrarios, pero se rechaza cuando se aplica en nuestros cercanos.
No obstante, la justicia debe aplicarse sin importar a quién y en todas las eventualidades a las que haya lugar, sin selectividades.
Si esperamos a que la aplicación de la justicia no esté politizada para apoyarla es destinar a los países de la región al no-cambio institucional. En los fenómenos sociales no se pueden tener aspiraciones maximalistas para evaluar los cambios.
Estamos ante una oportunidad importante: sin reparar en la ideología, ni el carisma ni la supuesta importancia de las personas, los ciudadanos deben apoyar la aplicación de la justicia. Debe vigilarse que los procesos sean claros y contundentes. Los corruptos y delincuentes deben pagar por sus crímenes independientes de los amores o apoyos que generen. Si por lo menos en eso comienzan a ponerse de acuerdo los ciudadanos en América Latina, puede desencadenarse un proceso hacia instituciones más incluyentes y favorables a la creación de riqueza y la libertad.