A propósito de las elecciones del próximo domingo en Colombia, he hecho varias reflexiones sobre el tipo de decisión que tomaremos como sociedad y la impotencia que esto genera.
Impotencia porque nadie puede anticipar cuál será la decisión que tomarán millones de personas, ni qué proceso adelantaron para llegar a esa decisión. Sin embargo, el resultado sí nos afectará a todos.
Este hecho, el que muchos, una mayoría, tomen las decisiones que nos afectan a todos es lo que más demuestra las graves implicaciones del régimen democrático. Aunque éste sea el más compatible con la libertad humana y permita, por ello mismo, una mayor legitimidad de las decisiones, instituciones y organizaciones políticas no quiere decir que esté exento de problemas. Y estos son graves.
La regla de las mayorías no tiene un sustento ni filosófico ni teórico ni ético. ¿Por qué la mitad más uno de los individuos de una sociedad puede imponer su decisión al otro 49 por ciento? ¿Cuál es el criterio que les permitió a la sociedad asumir que el número mejora la calidad en la agregación de preferencias? Una mayoría, incluso, un 99% de individuos en un grupo pueden estar de acuerdo en algo, pero esto no quiere decir ni que están en lo correcto ni que ese 1% restante deba plegarse a las decisiones de lo que los demás quieran.
Esto último, además, tiene implicaciones éticas: vivimos en sociedad porque lo necesitamos. No somos seres aislados. Pero eso no quiere decir que los individuos nos debamos a ninguna ficción colectivista (llámese ésta nación, Estado, partido, religión). Por ello, los mecanismos de toma de decisiones colectivas deben estar enfocadas en garantizar, como mínimo, que todos los individuos de una sociedad se sientan incluidos en los resultados de los mecanismos que se han creado para esas decisiones.
Pensar que un 99% debe imponer sus creencias, preferencias y decisiones al 1% restante requiere de una demostración de por qué ese 1% debe adoptar las decisiones así las considere negativas o indeseables.
Es claro que esa argumentación no puede estar basada en el número, porque no salimos del problema de por qué el número nos dice algo cuando hablamos de individuos. Pero tampoco puede estarlo en la supuesta aceptación de las reglas del juego establecidas. Lo que dije antes: que la democracia sea el mejor régimen en comparación con los demás, no quiere decir que sea perfecto y que no existan vacíos graves, como los que estoy señalando.
Esta regla de las mayorías, sin sustento, puede atenuar sus efectos negativos en, por lo menos, dos casos. El primero es cuando los asuntos que se resuelven por mecanismos de decisión colectiva son los asuntos realmente colectivos. El segundo es cuando existen límites a lo que, por medio de esas decisiones, se puede hacer o incluir como alternativa. Este tipo de restricciones son las que dieron origen históricamente a la democracia liberal: no todo se puede votar, ni las mayorías pueden hacer lo que quieran.
Pero para que exista esa democracia liberal, existen, a su vez, dos condiciones. De un lado, que las personas consideren que es esencial que ésta exista. Del otro, que quiénes sean elegidos representantes estén comprometidos con ellas. Lo más delicado de estas condiciones es que, como resulta evidente, no son independientes entre sí. Como mínimo, los políticos (que se ofrecen a representar a los ciudadanos) buscan representar las preferencias de esos ciudadanos. De otra manera, no pueden pensar en acceder a los cargos para los que se presentan.
Tanto requisito y condición para evitar que se presenten los efectos indeseables de la democracia (como la famosa tiranía de las mayorías) hacen más palpable el sentimiento de impotencia en una sociedad como la colombiana ante las elecciones que se aproximan.
Primero, porque poco es lo que se debate sobre esas implicaciones negativas: nadie está pensando en cómo podemos justificar los resultados que nos impondrá una mayoría a los demás. Segundo, porque poco es lo que existe de democracia liberal en el país. Se cree que casi todo se puede decidir por medios democráticos y, además, que las decisiones, a través del Estado, se pueden – se deben – impulsar sin ningún límite.
Si se habla de límites en Colombia, usted será tildado mínimo de “neoliberal” y de ahí en adelante hasta fácil de “fascista” (sin entrar en el detalle de lo que equivocados que son estás denominaciones para los que pensamos en límites al Estado y a las entusiastas mayorías).
Es claro que, lo anterior se debe, a que los individuos no creen en esas restricciones ni limitaciones y a que, por lo tanto, los políticos que aspiran a representarlos luchan entre ellos por hacer las propuestas menos liberales que puedan.
Así, en las próximas elecciones, con toda la impotencia que se pueda sentir, sabremos qué grupo mayoritario se impondrá a los demás; quién tendrá su cuarto de hora; quién excluirá a quién. Nada podemos hacer…