En mi anterior escrito, señalé unos problemas de la democracia ante el caso particular de las elecciones en Colombia. Pero, en la regla de las mayorías, no solo el resultado es problemático. También lo es el proceso que adelantan los ciudadanos para tomar sus decisiones.
Es importante fijarse, en primer lugar, que la teoría de la democracia parte de un supuesto muy fuerte: los individuos comparten algunos valores o principios para tomar sus decisiones. Por ello, se considera que si cada uno expresa su decisión ésta puede extenderse a toda la sociedad.
En últimas, tiene que contarse con que los individuos tienen alguna noción de interés general y que actúan en consecuencia. Pero este supuesto, por lo fuerte, es poco demostrable en la realidad. Al contrario, puede pensarse que casi no existe. De manera general, encuentra uno más personas que hablan sobre los beneficios – para ellos – de las promesas de los candidatos, en lugar de una referencia al interés general.
Otros, aunque tengan la retórica del interés general, en realidad hablan de los intereses de unos pocos. Así, algunos justifican sus decisiones en que el candidato X va a ayudar a tal o cual grupo. Eso puede ser necesario o deseable, pero no refleja el interés general. O, por lo menos, habría que demostrarlo.
De manera reciente, se ha creído que este problema se soluciona por medio de la educación. Sin embargo, esta creencia es insuficiente por lo menos por dos razones. Primero, porque la educación no es garantía de que los conocimientos que se transmitan sean los adecuados para que las personas piensen en el interés general. Todos podemos estar educados, pero nos pueden haber transmitido la idea según la cual el interés general es adorar al gobernante de turno. Pero esto, espero que estemos de acuerdo, no es para nada cercano a ningún criterio de interés general.
Segundo, porque, en general, se piensa que los individuos son responsables si leen y conocen las propuestas de la persona por la que están votando. Pero esto tampoco es suficiente: además de eso, es importante que los individuos hagan evaluaciones sobre el desempeño pasado, la credibilidad de quién les está ofreciendo, su honorabilidad, etc.
Y estas evaluaciones requieren de elementos que la educación formal no necesariamente aporta. Como si fuera poco, conocer las propuestas resulta siendo algo casi anecdótico: más que las promesas, los ciudadanos deberían fijarse en qué implica lograrlas o qué medios serían necesario para ello. Esa obsesión por ir más allá no la aporta, la mayoría de veces, una educación que obliga a los estudiantes a renunciar a su individualidad, que premia la obediencia y la subordinación a la autoridad, y que sanciona la diferencia, el cuestionamiento de verdades establecidas y la curiosidad.
En consecuencia, nos encontramos con que los individuos toman decisiones no necesariamente pensando en el interés general y que por más educados que sean, eso no se soluciona. ¿Cómo toman esas decisiones, entonces?
Acá es importante aclarar que no se está poniendo en duda la racionalidad (bajo la definición tradicional) de la decisión. Los individuos seguramente creen que están tomando la mejor decisión. Incluso, muchos de ellos pensarán que lo están haciendo en beneficio del interés general. No obstante, seguramente, hablamos de diferentes definiciones de interés general, por ejemplo.
Acá se considera que se mejora el interés general cuando todos los individuos que forman parte de una sociedad pueden perseguir sus propios objetivos, sin intervención ni obstáculo por parte de poderes externos. Nótese que se habla de todos, no de algunos. Nótese que se habla de objetivos individuales, no de colectivos ni de valores supuestamente superiores (como el nacionalismo).
Así, en estas elecciones es posible demostrar que los individuos han justificado sus decisiones por, al menos, unas de las siguientes razones. Algunos lo hacen por revanchismo. Miles de ciudadanos han expresado que su preferencia se debe a que llegó la hora de los “oprimidos”, de los más pobres, que es necesario acabar con la desigualdad (pobres, ellos creen que algo así es posible); que vamos a enfrentar a las elites tradicionales (sin darse cuenta que es porque se crearán unas nuevas).
Otros lo hacen – ¡qué irresponsabilidad! – por probar. Muchos intelectuales, por ejemplo, han manifestado que van a darle la oportunidad a uno de los candidatos porque “vamos a ver”; que por “darle la oportunidad, a ver qué hace”; que porque “no se ha probado esto en el pasado y puede resultar bien”. Lo que deliberadamente ignoran es que, así como un experimento social “puede” salir bien, también puede salir mal. Y muy mal. Ellos desean que esta vez salga bien, pero es ingenuo e irresponsable confundir ese deseo con que va a salir bien. La evidencia muestra que la mayoría de experimentos sociales han terminado en desastres humanos.
Por último, otros han decidido llevar sus creencias al plano de la política. Es decir, quieren imponernos a todos sus posiciones religiosas o morales. No entiende uno cómo piensa esa gente: la llegada al cielo es una cuestión individual, hasta donde tengo entendido.
Así, si millones de ciudadanos están condenándose al infierno por sus decisiones, prácticas, forma de vida o deseos sexuales, ¿en qué afecta a los bendecidos que se están ganando el cielo con su rectitud y gran capacidad de discernimiento entre lo bueno y lo malo? ¿Por qué esos seres llenos de bondad y rectitud moral no esperan a que los demás se vayan al infierno en lugar de traérselo a la tierra? Pero ahí están. Y depositarán su voto. Por esa razón. ¡Por esa!
Así, no solo la decisión que tome la mayoría sino el proceso que adelantan para llegar a ella se convierte en fuente de impotencia. Si tan solo hubiéramos debatido más cuál es el objetivo de la política. Pero como las ideas equivocadas, colectivistas, utópicas son las que imperan en el electorado, será esperar. Estamos a la merced de la suerte.